
Así es como empieza mi historia o mejor dicho, una de mis historias; en una época en la que perdí el norte y encontré las mil y una aventuras amorosas. Sin quererlo me vi inmerso en una sucesión de acontecimientos dignos de ser recordados y escritos para que futuras generaciones sepan como nos las gastábamos en aquellos tiempos.
Una época que ahora recuerdo oscura pero en parte divertida, mezcla de bajos fondos y ambientes turbios en esta ciudad que es la mía, a veces gris a veces maravillosa y, la mayor parte de las veces, cruel con sus habitantes.
No sé por qué digo que esta ciudad es mía cuando en realidad no me pertenece, pero yo a ella sí.
Eran tiempos de cambios políticos y de esperanza tras la muerte del dictador.
Mi familia, de profundas raíces republicanas, se abría camino como podía, mientras los amigos y familiares del dictador corrían a toda prisa a sacar del país todas sus riquezas.
Un tiempo de cambios en el que la moralidad pasó a un segundo término y en el que todo estaba bien visto y casi legalmente permitido: las drogas, el travestismo, el arte suburbano… En definitiva, la contracultura libertaria y todo lo que tiempo atrás era delito o estaba mal visto.
En la ciudad se respiraban aires de libertad pero solo eran imaginarios, más fruto de las ganas de cambio que de lo que la realidad nos deparaba el día a día.
Caminar por la calle sin rumbo fijo y observar lo que me rodeaba hacía que me diese cuenta del error y que abriera los ojos a la realidad.
Seguíamos viviendo en una sociedad falsa, anclada en un pasado de terror que había ahondado profundamente en las mentes de los ciudadanos.
Cuarenta años de dictadura nacional-catolicista habían hecho mella en un pueblo acostumbrado a caminar por la vida mirando al suelo.
A decir sí, señor, a cualquier analfabeto que gracias a ponerse del lado del fascismo durante una guerra fratricida, era propietario de una empresa que trataba a sus obreros de forma paternalista, pagándoles una miseria sin darles ningún tipo de derecho como seres humanos.
Entrabas en cualquier bar y oías comentarios de los que no dabas crédito:
“La gente confunde la libertad con el libertinaje”. “¿Dónde iremos a parar? Con Franco no pasaban estas cosas”. “¿No queríais democracia?, pues aquí la tenéis”. “A mí me habla usted en cristiano.
Y un sinfín de barbaridades, más fruto de la ignorancia que de cualquier otra cosa.
Esto en el plano político. En el plano moral era muchísimo peor. Oír hablar a madres de familia de forma machista era moneda corriente.
“Has visto a la vecina del quinto que fresca va? Yo, de su marido, no la dejaba salir de casa”.
“La hija de Juan va para golfa, siempre está con chicos. Algún día tendrán un disgusto”. “¡Qué poca vergüenza! ¿Dónde iremos a parar con tanta libertad? ¿Dónde se ha visto una mujer fumando?”
Lo que a estas señoras retrógradas más les molestaba no era que las chicas pecaran ante los ojos de Dios, ya que ni ellas mismas pisaban la iglesia nunca; lo que realmente les molestaba era que esas chicas hacían lo que ellas no pudieron hacer de jóvenes, les corroía la envidia.
Eran señoras acostumbradas a que sus maridos llegasen borrachos a casa y esperar que, con un poco de suerte esa noche no les pegasen tan fuerte. Después les echarían un polvo sucio, poco satisfactorio y humillante; Casi una violación.
– María, me voy al bar.
– Pues pégame ahora que después me despiertas.
Triste chiste pero real como la vida misma en aquella época.
En cuanto a los señores, no podemos decir que haya cambiado mucho la cosa. Si vas a cualquier bar de carajillos de barrio oirás más o menos las mismas barbaridades que hace cuarenta años.
“¿Dónde va ese con esas melenas? Seguro que es maricón”.
“¿Qué, la hija de Pepe es bollera? A esa se lo curo yo rápido a pollazos”.
“Mi mujer me hace eso a mí y le cruzo la cara a guantazos”.
Un recital de poesía digna de un país de ignorantes.
Eran comportamientos contradictorios en los que entraba en lucha todo lo que les habían inculcado durante cuarenta años con las ganas de deshacerse de todo ello y empezar de cero.
Los más valientes se apuntaban a los cambios sociales, los más cobardes se aferraban al pasado.
Era curioso ver como la modernidad de la época estaba a años luz del resto de la sociedad, estaba a favor de cambios políticos, morales y sobre todo, culturales. Era difícil hacer cambiar a unas personas que no estaban dispuestas a hacerlo.
Por suerte, unos cuantos nos tomábamos la vida como un regalo del cual teníamos que disfrutar. Pensábamos que algún día esas generaciones de hipócritas intolerantes pasarían a la historia y nos dejarían paso a nosotros.
Llegó el destape y como a los hombres les gustaba fue bien recibido; mientras, las señoras ponían a parir a, según ellas, las guarras que salían en pelotas en revistas y películas picantes.
Revistas como las que publicaba la editorial para la que yo trabajaba: Igual un día me tocaba hacer fotos a una manifestación como otro hacer una sesión de fotos a alguna chica de pueblo que se desnudaba ante la cámara por cuatro duros; después de pasar, claro está por la piedra con algún casposo con contactos en los medios de comunicación o en el mundo del espectáculo.
Eran chicas de lo más fresco que, sin ningún tipo de pudor se despelotaban en revistas que después veían sus padres en el pueblo.
En los pueblos era mucho peor que en las ciudades. La Iglesia tenía más poder y la moralidad era lo que dominaba en la sociedad rural. Los pobres padres de esas chicas eran marcados de por vida en el pueblo por tener como hija a un pendón desorejado.
Por suerte, mi familia estaba educada en la ciudad, aunque llegados del pueblo años atrás, pensaba de diferente manera, de manera más abierta.
Mi madre me contaba que mi abuelo, anarquista de la FAI, les decía a sus hijas ya desde bien pequeñas, que enseñar el coño era como enseñar el codo, era una parte más del cuerpo a la que no había que darle más importancia que la que tenía.
Gracias a esa educación y a la libertad que reinaba en mi casa, mi adolescencia fue muy natural y mi trato con las chicas desde bien pequeño, fue diferente: Las veía como algo que merecía la pena conocer y me tomaba el sexo como algo natural, no como algo sucio.
Mi primera experiencia sexual fue muy temprana, con una chica que tenía como diez años más que yo, aprendí y disfruté mucho con ella.
Supongo que por eso después las cosas me fueron mejor que a la mayoría de mis amigos; casi nunca tuve problemas para entablar relaciones con chicas que a veces estaban fuera de mi alcance.
Gracias a mi oficio y a mi ansia de aventura pude conocer a mujeres de lo más variado, desde chicas humildes con fuertes convicciones políticas hasta adineradas ejecutivas; lo único que compartían entre ellas, eran las ganas de hacer lo que les viniera en gana y disfrutar de la compañía masculina sin complejos ni tabúes.
Se puede decir que pillé el mejor momento para mi tipo de carácter, mujeres con ganas de aventuras sin mirar mucho con quién se enrollaban.
Follar mucho era el objetivo común de todos y todas, pasárselo bien y no pensar mucho en el futuro.
“Sexo, drogas y Rock and roll” como decía Ian Dury en su canción o “Vive rápido, muere joven y deja un bonito cadáver” como decía James Dean. Para nosotros eran como la Biblia. Experimentábamos con el sexo y las drogas sin ningún tipo de pudor. No estaba mal visto sacar una papela de coca en medio de una fiesta y ponerse hasta el culo de todo, era moderno. Más o menos como ahora pero sin ningún tipo de información de como las drogas afectaban a nuestra salud. Incluso inyectarse heroína por la vena en según que círculos, era moderno y no estaba mal visto; Algunos incluso incitaban a los demás a que lo probaran. Inconsciencia fruto del desconocimiento. Una época de contradicciones y de esperanza, en la que casi todo estaba moralmente permitido por una nueva generación de jóvenes que nos bebíamos la vida a tragos, sin pensar mucho en el mañana.
Ese espíritu me acompaña desde entonces y a veces me hace pensar que en algún momento de mi vida tendré que olvidar, por el bien de mi salud y de las personas que me rodean.
Estas historias que a continuación paso a relatar, bien podrían titularse: “Follar en tiempos revueltos” o “Aventuras y desventuras de un cachondo mental en la Barcelona de los ochenta”. Tampoco le quedaría mal un título como “Hoy en día cualquiera escribe una novela, incluso un analfabeto como yo”.