
MARIA
Llegué al aeropuerto del Prat y me fui directo a una cafetería para tomarme un par de cafés para terminar de despertarme.
Era todo muy raro, no vi por ningún lado a los chicos de la prensa y me extrañó.
Abrí el sobre de Samanta y vi el número del vuelo en que llegaba el importante político y tampoco aparecía en las pantallas.
Me dirigí a información y pregunté a la guapa chica que atendía al público y vestía como una azafata.
– Esta numeración no pertenece a ningún vuelo comercial, si quieres te miro a ver si es de mercancías.
– Gracias, pero no creo que la persona que espero llegue en la bodega de un carguero. Es una persona importante que llega de Madrid.
– Veamos entonces, persona importante, Madrid, esta numeración. Ya está, es un vuelo oficial, es una aeronave de las fuerzas aéreas, será ministro por lo menos este señor.
– ¿Me puedes decir por qué puerta saldrá?
– Esa información no te la puedo dar pero, como veo que eres de la prensa y no pareces de ETA, te diré que si te sientas en la Cafetería Bar Central, verás el puesto de la Guardia Civil. No los pierdas de vista y puede que le veas llegar.
– Muchas gracias, te debo una.
– Con que me pagues un café ya me vale, salgo de aquí a las nueve.
– Eso está hecho – le dije.
Me dirigí a la Cafetería Bar Central y me senté de cara al puesto de la Guardia Civil. No se veía movimiento, estaba todo muy tranquilo. Los miembros de la benemérita, como les gusta a ellos que les llamen, nunca me dieron buen rollo; sus caras de analfabetos y sus tricornios cada día me gustaban menos, sobre todo desde lo ocurrido hacía muy poco en el Congreso de los Diputados en Madrid, cuando el teniente coronel Antonio Tejero Molina, al mando de una compañía de guardia civiles asaltó el Congreso con la intención de dar un golpe de estado. Nos tuvieron acojonados toda la noche los malnacidos. El terror se apoderó de nosotros. A nadie le apetecía volver a un pasado que ya creíamos muerto y enterrado.
No se veía movimiento en el cuartelillo, estaba todo muy tranquilo por lo que me dispuse a esperar mientras me bebía una cerveza; la camarera pensaría que iba de empalme, las personas no suelen beber cerveza a esas horas y menos en el aeropuerto.
Pasó una hora y vi revuelo dentro del cuartelillo. Vi como cogían sus armas, y se arreglaban la ropa mientras se encasquetaban los tricornios. Salieron a paso ligero y les seguí a distancia. Llegaron a la altura de la terraza del bar desde donde se podían ver aterrizar los aviones y bajaron por unas escaleras. Yo intenté hacer lo mismo pero la puerta estaba bloqueada. Salí a la terraza y me asomé a la barandilla.
Los vi correr hacia uno de los vehículos escalera y se pusieron en formación militar al lado de ella. El capitán les examinaba la ropa y les daba instrucciones.
Como el avión aún no había aterrizado, me dio tiempo a sacar y montar el trípode, colocar la cámara con un buen teleobjetivo y a fumarme un cigarrillo mientras los primeros rayos de sol empezaban a iluminar las pistas de aterrizaje.
El capitán señaló con su dedo un jet pequeño que se acercaba por la pista dos, en el fuselaje del avión podía leerse Fuerzas Aéreas Españolas, no podía ser otro. Lo seguí con la cámara. Se detuvo y se abrió la puerta, salieron las escalerillas y bajó el piloto y el copiloto que se pusieron firmes al lado del avión.
La luz era buena y la distancia no era demasiada.
Salió el primer pasajero con un maletín, un segundo pasajero con una gran carpeta y un tercero que debía ser el ministro por la apariencia y las atenciones que recibía por parte de los uniformados. Les hice muchas fotos sin que se alertaran de mi presencia. Si en vez de fotógrafo hubiera sido un terrorista francotirador, ese ministro ahora mismo estaría criando malvas.
Misión cumplida. Guardé el equipo y me colgué la bolsa al hombro. Eran las siete de la mañana y ya tenía el trabajo hecho sin apenas despeinarme, como dijo Samanta. Tenía que invitar a un café a la atenta señorita de información, no era cuestión de quedar mal con ella; nunca se sabe si algún día podía necesitar de nuevo su ayuda.
Me daba tiempo a alquilar un coche, ir a la redacción, dejar el carrete y volver; así empezaría el fin de semana y dispondría de coche para todos los días que pensaba tomarme como descanso.
Necesitaba salir de Barcelona, esta ciudad es implacable. Puedes sentir malestar cuando llevas tiempo en ella sin saber muy bien qué es lo que te está pasando. Lo único que te pasa es que necesitas escapar de sus fauces, según en que barrio vivas puedes llegar a sentir claustrofobia.
Yo vivía en el barrio chino, sus calles son estrechas y sus noches perniciosas. Puedes llegar a sentirte ahogado por la presión de la ciudad y la única manera de remediarlo es alejarse lo máximo posible, cuanto más lejos mejor. Cuando estás a mil kilómetros de Barcelona, a los pocos días empiezas a sentirte bien, pero cuando ya pasan diez, empiezas a echar de menos sus calles y sus gentes.
Barcelona es una ciudad de tamaño medio, ni grande, ni pequeña pero muy cosmopolita. Siempre ha sido una ciudad muy moderna y muy creativa, con una densidad de población cercana a la de Calcuta o a la de México D.F.
Cerca de Europa y a orillas del Mediterráneo. Es una gran fiera que apresa a sus hijos devorándolos lentamente, escupiéndolos después de robarles toda su energía vital. Desde tiempos inmemorables, siempre protegiéndose del exterior y siempre atacada por monarcas y dictadores. En el pasado encorsetada por grandes murallas que no la dejaban crecer, murallas como las romanas de un grosor y una altura desproporcionada para la poca importancia que se le ha querido dar a la ciudad en los libros de historia.
Esa muralla ahora es psicológica, y no te deja salir hasta que tu cerebro dice basta y dejas que la fiera te escupa ya sin energía para que te largues a otras tierras aunque solo sea por unos pocos días.
Llegué a la oficina y solo estaba el vigilante, era demasiado pronto.
Le di el carrete junto a una nota y le dije que, por favor, se lo diera a Samanta. En la nota le decía que pensaba tomarme unos días de descanso, que me marchaba fuera y que volvería dentro de unos días para ver qué tal estaba, que su ausencia me dejó preocupado.
Me dirigí al aeropuerto de nuevo, aparqué el coche y entré en la terminal.
Me apoyé en una columna y observé a la chica; el uniforme le quedaba realmente bien, las solapas de su chaqueta azul sobresalían por encima del mostrador debido al tamaño de sus pechos. Vi que recogía sus cosas mientras entraba en el puesto otra chica de azul tan guapa como ella, parecían azafatas de una película inglesa de los años sesenta.
Vino hacia mí y pude verla de cuerpo entero, llenaba bien la falda y se movía como una modelo de pasarela.
– ¿Qué, me invitas o no me invitas a ese café?- Me dijo mientras me daba dos besos -.
Nos sentamos en una mesa del bar de la puerta tres y pedí dos cafés.
– Tienes un horario extraño, ¿ya dormirás con el café y tanta luz?
– Estoy muy acostumbrada. Llevo dos años con este horario; además, hoy es viernes y para mí empieza el fin de semana. Por cierto ¿cómo te llamas?
– Me llamo Max. Y tú, ¿cómo te llamas? No me dio tiempo a leer tu nombre en la acreditación.
– No lo leíste porque me la quité al verte. No me gusta que los depredadores como tú sepan mi nombre a la primera de cambio sin preguntármelo a mí.
– ¿Tengo cara de depredador?- Le pregunté sonriendo, ella soltó una carcajada y dijo:
– Sí, mucha cara de depredador y de golfo.
Llegué a pensar que las mujeres tenían un sexto sentido y que olían las feromonas a kilómetros. Notaban enseguida cuando un hombre hacía poco que había follado y sacaban las uñas como fieras ante la presencia de, según ellas un depredador. Se excitaban al momento y, más que a la defensiva, se disponían a pasar al ataque para que no se les escapara su presa. Y encima tenían el morro de decir que yo era el depredador. Las depredadoras eran ellas; a veces luchaban entre ellas como en un documental televisivo para quedarse con el macho dominante.
Nunca me consideré gran cosa como hombre y, cuando me miraba en el espejo, no me gustaba mucho lo que veía. Era un tipo del montón.
El comportamiento de alguna de esas mujeres conmigo no terminaba de entenderlo, no era el típico macho alfa depredador pero parecía ser que, según qué tipo de chica, me veía así y se comportaba de manera casi salvaje.
– Me llamo María y estoy hasta el coño de estar en este puto aeropuerto, ¿me propones algo?
– Te propongo coger el coche y llevarte donde te apetezca, para mi también acaba de empezar el fin de semana.
– Llévame a comer paella a la Barceloneta.
– ¿A comer una paella a estas horas? Los cocineros aún deben estar durmiendo, mejor vamos a Sitges. Nos tomamos unos Martinis y después te llevo a la Barceloneta a comer tu paella.
– Me parece una idea genial, vamos entonces.
Entramos en el coche y me puse rumbo a Sitges, cogimos las costas de Garraf. Hacía un día impresionante, el sol iluminaba todas y cada una de las curvas de la carretera que rodea las montañas, era bonito ver los acantilados con el mar soltando destellos de luz a cien metros bajo nosotros.
El aire entraba por las ventanillas del coche y hacía volar el pañuelo que María llevaba anudado al cuello; bajo el pañuelo, mostraba un generoso escote. Se había desabrochado algún botón de la camisa y se descalzó, se quito las medias tirándolas en el asiento de atrás y puso los pies encima del salpicadero del coche. Pude ver sus bonitas piernas al subirse la falda a la altura de los muslos para estar más cómoda. Se puso unas gafas de sol y se encendió un cigarrillo; se merecía una bonita foto, pensé.
– Podrías parar en algún mirador, me gustaría ver el paisaje. Llevo toda la noche encerrada en la puta terminal.
Me detuve en el primer mirador que encontré, salimos del coche y pillé la cámara.
– ¿Haces fotos de chicas desnudas? A mí me gustaría salir en alguna revista, ¿sabes si pagan bien?
– Pagan muy bien y las saco bien guapas. En tu caso no sería muy difícil; eres más guapa que la mayoría de chicas que posan para mí.
Se apoyó en la barandilla del mirador, subió una pierna y apoyo su pie en uno de los travesaños, haciendo que se le subiera la falda y dejando ver sus preciosos muslos; se despeinó y miró hacia arriba abriendo sus brazos y apoyando sus manos en la barandilla permaneciendo quieta esperando a que yo hiciese algo.
– ¿Es que no vas a hacerme una foto? Estoy posando para ti.
Le hice unas cuantas fotos mientras iba cambiando de postura y de posición. Se dejaba llevar por mis indicaciones con gran eficiencia. Posaba realmente bien. Era muy sexy y desprendía erotismo por todos y cada uno de los poros de su morena piel.
– Necesito vitaminas, que llevo toda la noche trabajando. Vamos al coche.
Abrió su pequeño bolsito de color azul y vi un paquete de tabaco, unas llaves, tres condones y una papela de coca.
– ¿Te gusta la coca? Yo es que necesito animarme un poco, estoy muy cansada.
Abrió la guantera y sacó los papeles del coche, los puso encima de sus rodillas y se hizo un par de rayas bien generosas. Me metí la mía y ella la suya.
– Está buena – dije mientras me frotaba la nariz -.
Me acercó su botella de agua y me dio un beso en la mejilla. Yo, al notar tan cerca sus labios aproveché para meterle la lengua en la boca. No se extrañó de mi atrevimiento y se dejó hacer, posó su mano en mi paquete, poniendo cara de aprobación.
– Y esto, ¿me lo comeré antes o después de los martinis?
– Esto te lo comerás antes, durante y después de los martinis.
Abrió la cremallera de mi bragueta y me sacó la polla.
– Antes de los martinis es ahora – dijo, mientras se metía mi polla en su boca -.
El “ahora” me lo imaginé, ya que con la boca llena no se entendía muy bien lo que decía, puse las llaves en el contacto y arranque, incorporándome a la carretera mientras María succionaba mi miembro con gran destreza.
La sensación de conducir mientras te la chupan es una de las experiencias más alucinantes que he probado jamás. Cuesta mucho centrarse en la carretera cuando piensas que al primer frenazo puedes quedarte sin polla, por culpa de unos afilados dientes.
Los camioneros que se cruzaban con nosotros no daban crédito a lo que veían y hacían sonar sus claxons.
En una de las curvas tuve que dar un volantazo. María salió despedida hacia su asiento. Soltó una carcajada y metió mi polla en su sitio, cerrando la cremallera y dándole unos toquecitos con la mano a mi paquete, dijo:
– Bueno, el antes ya está. A ver cómo nos lo montamos para el durante.
Vi un cartel que ponía “El Garraf” y salí de la carretera. Era un camino con una pendiente muy pronunciada, fuimos a parar a un túnel y pasamos por debajo de él mientras oíamos el sonido del tren que pasaba por encima de nuestras cabezas. Vi un restaurante y aparqué el coche.
Era una playa pequeña. Las casas del pueblo trepaban por la montaña buscando su cima; sobre la arena de la playa, en una hilera en forma de media Luna, había unas casitas de madera, blancas y verdes; eran pequeñas y parecían de pescadores.
Nos sentamos en la terraza del restaurante que cuelga del acantilado y pedimos dos Martini secos.
Me contó cómo era su vida fuera del aeropuerto y me pareció de lo más aburrida. Apenas hacía nada interesante, tan solo beber y drogarse con sus amigos de Viladecans, el pueblo donde vivía.
Según lo que me contó, pude deducir que siempre estaba rodeada de jóvenes sin muchas aspiraciones. Lo que solían hacer era ir a las discotecas de la zona, bailar y ponerse hasta el culo de todo. Alguna noche acababan follando en los lavabos o dentro del coche de alguien en el parking de la discoteca.
La gran meta de estos chicos era encontrar trabajo en alguna fábrica, comprarse un piso en alguna cooperativa de viviendas y casarse con alguna vecina que conocerían desde la infancia; después, los hijos irían viniendo uno tras otro sin conocer más mundo que el de la fábrica y el vecindario.
Bebía su copa a pequeños sorbos y movía su cabeza de un lado a otro como si buscase algo.
– ¿Qué buscas? ¿Quieres algo más? El camarero no creo que vuelva a salir. Si quieres algo, tendrás que entrar y pedirlo en el restaurante.
– Eso es lo que miraba, que no hay nadie más que nosotros en la terraza y que el camarero parece que no va a volver. Creo que llegó el momento del “durante”.
Se metió debajo de la mesa, bajó la cremallera de mi pantalón y sacó mi polla para metérsela de nuevo en la boca; otra nueva sensación para mí. Esta chica me estaba descubriendo cosas muy estimulantes. El temor a ser descubiertos aumentaba mi excitación: primero en el coche conduciendo y ahora en la terraza de un restaurante. Está loca pero me gusta – pensé -.
Me dejé caer en la silla apoyando bien mi espalda en el respaldo, cogí mi copa para disimular y me encendí un cigarrillo. María tenía razón, no tenía que preocuparme, parecía que estaríamos solos un buen rato.
Sentado en una bonita terraza con vistas al mar, saboreando un Martini seco y fumando mientras una preciosa jovencita sin muchas luces me chupaba la polla debajo de la mesa: esto es empezar bien el fin de semana; sí señor.
Pasó un buen rato jugando con mi miembro, tanto que ya casi estaba a punto de correrme en su boca, cuando vi aparecer por la entrada de la terraza a una familia con niños y perro.
Le di un golpe con la rodilla a María.
– Cuidado, viene alguien.
Del susto, levantó la cabeza y se la golpeó contra la mesa. Se me escapó la risa y oí un sonoro: “Serás cabrón”, que me llegó de debajo de la mesa.
No podía disimular la risa mientras pasaba la familia y me daban los buenos días. María continuaba escondida debajo de la mesa, dándome pellizcos y golpes en las piernas. Yo intentaba zafarme de los golpes moviendo las piernas y riendo, el padre de familia me miró con cara de “este tío es gilipollas”.
Le dije a María que ya podía salir y, justo cuando se ponía en pie, salió el camarero.
– ¿Qué, lo has encontrado?- Dije en voz alta para disimular -.
– ¿Ha perdido algo la señorita?, ¿necesita ayuda?
– No, gracias. Ella sola se basta y se sobra.
Se me escapó la risa otra vez imaginándome la escena; María y el camarero buscando algo debajo de la mesa y yo con la chorra fuera; mientras encajaba una disimulada patada que María me propinó por debajo de la mesa.
– Tráiganos dos martinis más, por favor, y de paso, ¿podría dejarme un casco de moto?
Recibí otra patada, esta vez sí que me dolió y el camarero se dio cuenta.
– No tenemos cascos de moto, señor.
Se alejó haciendo gestos de desaprobación con la cabeza. María se levantó, me dio una sonora colleja y siguió al camarero mientras se recolocaba bien la ropa. Sus movimientos eran de lo más excitantes, verla caminar mientras se colocaba bien su estrechísima falda azul era todo un espectáculo.
– Señor, ¿me puede decir dónde está el baño?
No podía parar de reír mientras el camarero traía las copas y las dejaba encima de la mesa con cara de mal rollo.
Volvió María del lavabo y dejó su bolsito encima de la mesa.
– Si quieres ir, los baños están limpios y tienen cerradura.
No podía parar de reír. La situación me pareció de lo más cómica; a ella no le hacía tanta gracia pero al final empezó a reír.
– Mira que eres gilipollas – me dijo –
Empezamos los dos a carcajearnos. Reíamos como poseídos, mientras el camarero nos observaba a lo lejos con su gesto de desaprobación.
– A ver, Max, son las once de la mañana. ¿Qué hacemos? ¿Pasamos de ir a Sitges y vamos a comernos una buena paella? o ¿Pillamos una habitación en el hotel de ahí enfrente y nos corremos la gran fiesta?
– Nos corremos la gran fiesta y después ya veremos, guapa.
Pedí una habitación con vistas al mar y una botella de champán que me puse debajo del brazo para subir las escaleras.
Follamos como salvajes mientras nos metíamos sus rayas, nos bebíamos el champán y vaciamos el mini bar. Era como una loba en celo y yo como un toro desbocado. Hicimos un buen escándalo mientras duró la farlopa, después todo fue más tranquilo y relajado.
A las seis de la tarde, se levantó de la cama y se metió en la ducha. Salió con una toalla enrollada en la cabeza y otra pequeñísima que apenas le tapaba ese macizo cuerpo de chica de la periferia que tenía.
Abrió la bolsa que llevaba y sacó ropa de calle, metió el uniforme en la bolsa y se vistió.
“Madre de dios” – pensé -, Era una auténtica choni de Viladecans, de eso no había ninguna duda. Los pantalones parecía que le iban a reventar de lo ceñidos que eran; la micro camiseta apenas le tapaba nada y sus zapatos de tacón blancos no tenían desperdicio, hacían juego con los enormes aros blancos que colgaban de sus orejas.
– Te espero tomando algo en la terraza mientras te duchas. No tardes, guapo.
Me lo tomé con calma, el esfuerzo y el exceso me estaban perjudicando. Abrí el agua de la ducha y me metí debajo, estaba de bajón y el agua en la cabeza me sentaba bien.
Bajé a los quince minutos y vi a María sentada en una mesa con dos servicios puestos y una cubitera con una botella de vino blanco.
– Siéntate que llega la paella. Tú no me conoces. Cuando se me mete algo entre ceja y ceja, no paro hasta conseguirlo.
Cayeron tres botellas de vino y no dejamos ni un grano de arroz en los platos.
– ¿Me puedes dejar en casa, Max? Ya son las nueve y mis padres deben estar preocupados.
– Eso esta hecho, María. ¿Saldrás esta noche con tus amigos?
– No creo, por hoy ya he tenido bastante alcohol, sexo y drogas. Hoy dormiré como una buena chica.
Llegamos a Viladecans y paré delante del portal de su casa.
– Ya sabes donde encontrarme. Espero volver a verte y ya sabes, si un día necesitas una chica para tu revista, me lo dices.
– Si a ti te apetece venir alguna noche a Barcelona, también me lo dices.
Le di un beso y le dejé mi tarjeta en la mano; la cogió, la leyó y, moviéndola a modo de abanico se alejó sonriendo, levantando los brazos con gesto de triunfo. Se volvió me lanzó un beso y desapareció dentro del portal.
La vuelta a Barcelona se me hizo larguísima, demasiada caña desde buena mañana. Menuda fiera estaba hecha María. Si sus amigas eran igual que ella, debían tener contentos a sus amigos; me hubiese gustado verlas por un agujerito una noche en la discoteca, ¡qué miedo!
Llegué a casa y me puse cómodo, algo de música y una cerveza. Apagué la luz y vi un resplandor en la ventana de Neus, era una vela que centelleaba iluminando toda la habitación.
Qué bien me sentaría ahora un buen masaje relajante. Se me pasó por la cabeza pedírselo pero me pareció una locura; pensaría que busco algo más que un masaje y no se equivocaría pero no tenía fuerzas ni para levantarme del sofá.
Me metí en la cama para intentar dormir. Mi cuerpo estaba agotado por el esfuerzo, pero mi mente aún estaba nublada por el exceso. Me metí un Diazepan y enseguida noté como se relajaban todos los músculos de mi cuerpo y por fin me dormir.