Neus
Llegué a casa y me tiré en el sofá. Necesitaba estar solo y tranquilo. Puse música y me dispuse a leer un libro que había empezado hacía varios días pero que los últimos acontecimientos no me dejaron terminar.
Ya casi era de noche, miré por el balcón y vi luz en la ventana de la habitación del piso de enfrente. Mi calle era muy estrecha, apenas había seis metros de mi balcón al del piso de enfrente, se podía mantener una conversación tranquilamente de balcón a balcón sin temor a que los vecinos entendieran algo. Normalmente solíamos echar las cortinas para preservar un poco la intimidad.
Vi a mi vecina estirada en la cama, con unos pantaloncitos cortos y una camiseta de tirantes blanca. Me asomé al balcón para tener mejor vista.
Nunca la había visto. Era rubia, de pelo corto y bonitas formas; unas piernas no muy largas pero muy bien torneadas, brazos delgados y unos pechos que casi se le salían por los lados de la camiseta de tirantes. Era muy guapa. Forzaba la vista para leer un libro, se le veía muy relajada. Llegó a mis oídos la música que la chica estaba escuchando, parecía Ravi Shankar, con su inconfundible sitar. El olor a incienso me llegó a la nariz.
Una mística oriental delante de mi balcón, ¡qué barbaridad! Pensé que ya no quedaban de estas. Apagué la luz del salón para poder observar sin ser visto.
Me fijé en los pósters que tenía en las paredes: bandas rarísimas y barbudos gurús en posiciones extrañas; posturas de yoga, supongo. No estaba puesto mucho yo en el tema oriental, nunca me dio por ahí. El misticismo no me interesaba en absoluto pero siempre me atrajeron este tipo de chicas que no llegaban a ser Hippies pero desprendían el mismo magnetismo misterioso que ellas, siendo más guapas y de mejor aspecto.
Quizás domine el sexo tántrico y lo quiera practicar conmigo, se me escapó la risa ante semejante idea y me metí para dentro.
Retomé la lectura y al rato se me pasó por la cabeza una locura: trazar una estrategia para beneficiármela aprovechando la información que podría conseguir de ella espiándola sin ser visto. Era nueva en el barrio y no tenía la costumbre de correr las cortinas, era una chica zen y no le importaba que la vieran.
“La observaré y anotaré todo lo que le gusta; los libros que lee, la música que escucha… Quería informarme de sus gustos para documentarme. Ver si era capaz de llegar hasta el final en esta locura, ver si era capaz de hacer semejante estupidez por un polvo místico. “Ya estamos, Max,- me dije a mí mismo- ¿No puedes relajarte y pensar, aunque solo sean durante unas horas, en qué vas a hacer con tu vida? ¿No la tienes ya bastante complicada que te la tienes que complicar aun más?”
“¡Qué cojones! – Pensé -, al fin y al cabo, lo único que hago es trabajar, emborracharme y drogarme los fines de semana. No me puedo quejar de mi éxito con las mujeres pero, mirándolo bien, yo no hago nada; últimamente estoy teniendo una suerte que quizás no merezca. Fue la suerte que se me alió y me regaló estos gratificantes encuentros. Mi autoestima está a pleno rendimiento pero no me siento realizado; afortunado sí, pero realizado no.
Quiero ver si puedo enrollarme con alguien currándomelo de verdad, aunque sea jugando con ventaja, espiando a una vecina jamona.
No quería que fuese un objetivo obsesivo, solo quería pasar el rato con un juego de lo más morboso.
Vi como se levantaba de la cama y salía a por algo, aproveché la ocasión para coger la cámara y hacer fotos de cada uno de los detalles de su habitación.
Estaba muy nervioso pero me gustaba la sensación. Era jugar sucio pero la ocasión lo merecía, seguro que me lo pasaría bien y, si conseguía cepillármela, ella no tenía por qué enterarse de nada.
Bajé a la calle a ver si cenaba algo y a tomarme unas cervezas en el bar de la noche anterior, me gustó la música que ponían.
Me senté en la barra y observé las mesas: en una, había una pareja que discutía sobre algo de los padres de uno de ellos; en otra, una espectacular morena leyendo un libro; en otra, un punky que se sacaba los mocos y los pegaba debajo de la mesa y, al fondo, una mesa de chicas un tanto hippies.
Vi como una de ellas se levantaba y corría hacia la puerta para abrazar a otra que acababa de entrar en el local; este tipo de chicas eran muy exageradas y efusivas, siempre montaban un espectáculo cuando se encontraban con alguien que hacía tiempo que no veían.
Me fijé bien en la recién llegada y vi que era ella, mi vecina, y di gracias por estar en el momento y sitio adecuado; la suerte seguía estando de mi lado.
Me senté en una mesa cercana y agudicé el oído: Se llamaba Neus y era de pueblo, hacía poco que se había instalado en Barcelona; sus amigas venían a verla desde Vic y le traían un paquete con cosas que le enviaban sus padres: Tenía un perro en el pueblo que se llamaba Bru. Su hermana pequeña había ganado un concurso de dibujo organizado por el ayuntamiento: No tenía novio aunque un tal Carlos le enviaba muchos besos y recuerdos.
Cualquier persona se sentiría sucia al aprovecharse de toda esa información pero yo me lo tomé como si fuese un trabajo más y no pensé en ello.
Salieron del bar y las seguí, eran todas de la misma edad y estaban muy contentas; se pararon en el portal de su casa y subieron todas.
Yo entré en casa sin encender la luz y me tiré en el sofá para observarlas.
Reían y bebían cerveza, ninguna fumaba y por lo que oí follaban bien poco. Hablaban de chicos del pueblo pero no daban detalles; decían que solo se besaban pero que ellos solo querían lo que querían. Neus dijo que todos los tíos eran iguales: Solo quieren follar, piensan con la polla. Rieron todas y le dieron la razón. “Sí, son todos unos cerdos”, dijo otra. “Yo prefiero no verlos, prefiero estar con chicas”, dijo la tercera con aspecto de lesbiana reprimida.
“Que mal lo tengo- pensé -, es una jodida frígida de pueblo que le molesta la compañía de los hombres. Debe ser la típica amiga de la tía buena del pueblo que siempre corta el rollo cuando algún chico intenta encamarse con su amiga. Es la corta rollos oficial de las amigas buenorras. Tendré que aplicarme, será una presa difícil”.
Yo seguía echado a oscuras en el sofá mientras ellas preparaban un colchón para ponerlo en el comedor; por lo visto, tenían pensado quedarse a dormir.
Vi como apagaban las luces y encendían velas e incienso. Volvía a sonar música hindú y empezaron a quitarse la ropa para meterse en la cama. Estaban muy buenas las cuatro pero la que sin duda alguna estaba más buena era Neus; se metió en su habitación y cerró la puerta, dejo la vela encima de algo y se estiró en la cama.
Yo decidí hacer lo mismo, me metí en la cama, sábanas limpias otra vez; no ganaba para detergente, pero que dinero más bien gastado – pensé sonriendo – Antes de dormirme pensé en Pepino, en Lucía, en Paula y en Neus. La imaginé dándome un masaje con aceites esenciales, mientras una de sus amigas tocaba el sitar para la ocasión, y me dormí feliz.
Me desperté a las nueve de la mañana empalmado como siempre y me levanté. Salí al comedor frotándome los ojos. Al estirar los brazos para desperezarme, bostecé y los ojos empezaron a funcionar después del frotamiento ocular; volvió mi visión muy despacio y pude ver la imagen gris y difuminada de una figura de pie mirándome.
Me pegué un susto de muerte y enseguida pillé un cojín para cubrir mis partes nobles ya que seguía empalmado y de qué manera.
Volví a mirar y no era una alucinación: era Neus asomada a su balcón, con tan solo una camiseta y unas pequeñísimas braguitas que me miraba sonriendo y me decía.
– Buenos días, vecino. Namaste.
¡Qué vergüenza! – pensé que no era la mejor de mis presentaciones ante mi nueva vecina. Igual creía que era medio exhibicionista, ¿cómo pude olvidarme anoche de correr las cortinas? Que desastre.
Me sorprendió su simpatía y descaro, cualquier otra chica al verme desnudo y empalmado, se habría metido dentro de casa y habría corrido las cortinas. Después de lo oído la noche anterior, pensaba que era una rancia prepotente que huía de los hombres, pero parecía ser que con sus amigas se comportaba de forma diferente.
– Buenos días, vecina. Perdona que no esté vestido, pero no esperaba a nadie.– Tranquilo, no pasa nada. Estás en tu casa. Soy yo la que tiene que pedir disculpas, soy nueva aquí y no sé aún muy bien dónde no se puede mirar.
Entré en la habitación y me puse unos pantalones cortos estampados con unas palmeras que me había comprado el verano anterior en Formentera: Me encendí un cigarrillo y salí al balcón para charlar un rato con ella.
– Bonitos pantalones, casi estabas mejor si ellos.
Me pareció muy descarada y bastante suelta, me gustaba.
– Si estaba mejor sin ellos, me los puedo quitar; no tengo ningún problema.
Soltó una carcajada y me dijo:
– Haz lo que quieras, a mí no me molesta. Estoy acostumbrada a ver cuerpos desnudos, soy masajista.
– ¿Hace poco que vives aquí, verdad?
– Sí, me dieron las llaves hace tres días y me instalé rápido. No tengo mucha cosa de momento, tengo que comprarme algún mueble más.
– Vi que tenías visita anoche.
– Sí, son amigas del pueblo pero ya se han ido. No verás mucho movimiento por aquí, por eso me vine; quiero vivir sola. ¿Tú vives solo, no?
– Sí, desde hace tiempo; es como mejor se está.
Apagué el cigarrillo y me despedí de ella.
– Bueno, ¿volveremos a vernos?
– ¡Jajaja!, mucho me temo que sí. Por cierto, me llamo Neus.
– Yo me llamo Max. Si necesitas algo, solo tienes que silbar.
– Namaste, Max.
– Hasta otra, Neus.
Me dio buenas sensaciones la chica, era simpática y muy abierta. La cosa no pintaba nada mal.
Cogí la cámara, rebobiné el carrete y me puse a revelarlo.
Al poner el negativo en la ampliadora vi la sombra de una chica desnuda. No recordaba haber fotografiado a Neus por la noche, el cuarto estaba vacío.
Enfoqué y el corazón me dio un vuelco. Era Nina totalmente desnuda. Entonces recordé lo que me decía en su nota; cogió la cámara y se hizo unas fotos para dejarme un bonito recuerdo.
No eran simples fotos, era poesía visual. Poca luz y un blanco y negro muy contrastado, los negros muy acentuados y los blancos casi quemados. Parecían fotos artísticas; eran preciosas, casi tanto como ella. Su cuerpo desprendía una luz espectacular y sus formas se definían medio difuminadas. Revelé una tras otra hasta un total de quince.
La memoria hace que olvidemos detalles. La recordaba preciosa, pero en las fotos estaba espectacular. Pensé en proponerle una sesión a su vuelta. Ella sí era una diosa y no las frescas que enseñaban el potorro en mis sesiones de trabajo.
Las tendí para que se secaran y encendí la luz blanca. Me senté para observarlas y maravillarme una vez más. Solté un suspiro de añoranza y continué con lo empezado. Eran fotos de detalles de la habitación de Neus: los pósters, el libro que estaba encima de la mesilla de noche, un blíster de pastillas anticonceptivas, una caja de incienso, unas braguitas de color azul muy pequeñas; un pequeño universo femenino que se me antojaba de lo más apetecible.
Sonó el teléfono y salí a la sala a sentarme en el sofá para contestar. Neus estaba sacando el polvo con una sonrisa contagiosa, se le veía feliz
– Max, guapo, que me tienes abandonada. Ya no vienes a verme.
– Samanta, cariño, oír tu dulce voz por la mañana hace que me suba el ánimo y otra cosa que ahora mismo tengo entre manos.
– ¡Qué tonto eres! Estás hecho un adulador, algo de mí estás buscando.
– Lo que busco de ti ya sabes muy bien lo que es.
– No empecemos, percebe, que ya se me están mojando las braguitas y tengo mucho trabajo. Vente esta tarde, el jefe quiere hablar contigo, tiene trabajo para ti.
– Hazme un adelanto, Sam; que tú lo sabes todo.
– No es nada importante, es fácil y puedes ganar pasta sin despeinarte.
– Que grande eres, Sam. Eres la mejor.
– Ya, por eso nunca me llevas a cenar como haces con otras.
– Un día te llevaré a cenar y te trataré como a una reina, que es lo que te mereces, pedazo de jamelga.
Soltó una carcajada de las que irritan a Alfredo y colgó.
Seguí observando a Neus que seguía esmerándose en sus labores del hogar.
Daba gusto verla tan joven y dinámica; como para tenerla por aquí en una mañana de resaca “¡Que horror!” Pensé.
Como a Neus no le importaba verme desnudo, decidí no correr las cortinas y seguir con mi vida habitual, a ver si así ella se animaba y hacía lo mismo. Tenía ganas de verla desnuda, era blanca como la nieve y se le adivinaba un cuerpo apretadito, suave y caliente.
Salí de la ducha y me vestí en la habitación, tampoco quería ofrecerle un espectáculo de destape. Me asomé al balcón y vi que no estaba, estaría en la ducha.
Bajé a la calle y entre en el bar Ramón.
– Un bocata, Manolo, pero hoy pequeño; que no tengo hambre.
– Clarooooo, el chico se nos ha enamorado. No me extraña, esa chica es muy guapa y simpática.
– Y tiene un buen culo, ¿verdad? Ya vi desde el balcón el repaso que le metisteis cuando pasó por aquí delante.
La parroquia de borrachos rió sonoramente, ya se tomaban nuestras conversaciones como un espectáculo de humor.
– Hazme caso muchacho, una hembra así no se ve todos los días, no la dejes escapar.
– ¡Ay, Manolo!, la cosa no es tan fácil como parece.
– Lo que yo no entiendo, Max, es cómo un “pocas carnes” como tú puede ir con señoras tan estupendas; con lo feo que eres, coño, no sé cómo se fijan en ti con la poca gracia que tienes.
La parroquia se volvió a revolucionar comentando la jugada entre ellos como si yo no estuviera presente.
– A ver tú, Paul Newman, cóbrate que me voy. Si tengo algo pendiente en la cuenta, me lo cobras también.
– Esa economía veo que va mejor; así me gusta, muchacho.
Salí del bar y caminé por el barrio sin prisas, disfrutando del sol. Hacía un día perfecto.
El señor que vendía los cupones de los ciegos charlaba con la peluquera de la esquina, la señora del quinto paseaba el perro. Me cayó una pinza de tender la ropa en la cabeza, miré hacia arriba y vi a la señora del estanquero tendiendo la colada.
Llegué a Las Ramblas y empecé a subir hacia Plaza Real; cerca estaba Arpi, la tienda de fotografía donde solía ir a comprar material.
Compré líquidos y papel de varios tamaños para blanco y negro; las fotos en color me las revelaban ellos, era demasiado caro tener un laboratorio de color en casa y mis ingresos no daban para tanto.
– ¿Quedaron bien de color las últimas, Max?
– Quedaron estupendas como siempre, Antonio.
Mañana te traigo más y a ver si empiezas a hacerme algún descuento, que yo no soy un turista alemán.
– Tiempo al tiempo, Max.
Salí de la tienda cargado con las bolsas de la compra y me senté en la terraza del Glaciar, en la Plaza Real; pedí una jarra de cerveza que pagué al momento al camarero para que no hiciera dos viajes.
El Sol se reflejaba en los cristales de los balcones, iluminaba rincones de la plaza que normalmente estaban oscuros: un camello soltando una gran nube de humo mientras le daba algo envuelto en papel de plata a un chaval, una prostituta le recriminaba algo… Las putas de la época eran mas cívicas y miraban por el bien del vecindario, no les gustaba llamar la atención y eran como de la familia; la señora Puri es carnicera, la señora Pili es puta, era todo así de sencillo y natural.
Fui para casa a dejar las bolsas y me compré un bocadillo por el camino.
Encendí el televisor y me senté a comer.
Neus llevaba un mono de algún tejido casi traslucido y hacía posturas de yoga, me llegó otra vez el olor a incienso.
¡Qué asco de noticias y qué asco de país! Apagué la tele, no duraba más de diez minutos puesta a la hora de las noticias, me ponían de mala leche. Puse música y me tiré en el sofá para hacer la siesta, me dormí viendo a Neus haciendo estiramientos.
Desperté de la siesta con sensación de bienestar, el olor a incienso me relajaba y la música oriental de mi vecina me transportaba a misteriosos mundos.
Neus seguía con sus ejercicios y me quedé un rato mirándola; me vio y me saludó sonriendo haciendo rápidos movimientos de mano como hacen los niños pequeños.
No parecía tan suelta como las chicas con las que estaba acostumbrado a ir. Ella era diferente, no sabría cómo explicarlo pero se le notaba que era de otra manera. Quizás fuese que la veía muy natural y nada sofisticada; sería eso, digo yo.
Le devolví el saludo y me levanté, me puse la chaqueta y bajé a la calle para encaminarme a la oficina, a ver que tenía preparado para mí el tacaño de Alfredo.
Llegué a la oficina y eché en falta la sonrisa de oreja a oreja de Samanta. La oficina sin ella parecía un funeral, el rancio de Alfredo contagiaba a todo el personal su mala leche.
– ¿Se puede?
– Pasa Max, siéntate que te atiendo en un minuto.
Alfredo hablaba por teléfono. Yo ojeaba el último número de la revista, aún no había salido a la calle y tenía algunos errores de maquetación. Algunos robados de famosas muy mal tomados, por cierto, y un reportaje de investigación sobre un policía corrupto. Las fotos de la chica del póster estaban realmente bien, las firmaba un tal Max y eso era toda una garantía de calidad; yo pensaba así, el que me pagaba no pensaba igual.
En todas partes pasa lo mismo, el que paga es el que manda; menos en la Agencia Tributaria que eres tú el que paga y no mandas nada, al contrario, encima te dan por culo.
Alfredo colgó el teléfono y se dirigió a mí con tono relajado.
– No quedaron mal las fotos de la chica, Max, pero no te la mires tanto que a esa se la cepilla un amigo del alcalde.
A la chica le gustan los hombres casados y forrados de pasta, tú no cumples ninguno de los dos requisitos.
– Cierto, no han quedado nada mal y, ya que me lo dices a mí, también se lo podrías decir al contable que me sigue pagando la misma mierda que el día que empecé a trabajar para vosotros; se estira menos que el portero de un futbolín. – Ya hablaremos del tema en otra ocasión. Te paso una lista con las fotos que nos quedamos del evento del otro día, algunas no se pueden publicar ni en nuestra revista.
– Está bien, ya te traeré los negativos y, si no te importa, me devuelves las copias que te pasé.
– Las tienes ahí encima. Verás, Max, tienes que acercarte al aeropuerto. Llega mañana un importante político pero no sabemos la hora, será mejor que estés lo más temprano posible, no creo que llegue antes de las ocho de la mañana pero mejor que estés por ahí a las siete. Mira, en la mesa de Samanta, te ha dejado preparado un sobre con toda la información que necesitas.
– ¿Dónde la has enviado? La oficina sin ella no es lo mismo.
– Sobre todo para ti que te gusta mucho alterármela. Está fuera por un tema personal; no me ha querido explicar nada pero parecía triste.
Me senté en la mesa de Samanta y le escribí una nota dándole las gracias por facilitarme el trabajo. Nunca le agradecía lo suficiente lo mucho que me ayudaba y al no verla en su sitio me entraron remordimientos de conciencia.
“Espero verte pronto, preciosa, y espero que estés bien. Gracias por el sobre con toda la información tan bien ordenada como siempre. Eres la mejor. Un beso”
Me desperté a las seis de la mañana, la misma hora a la que solía acostarme los días que no trabajaba. Me duché y no me tomé el café de rigor para no perder tiempo. Bajé a la calle y me dirigí a Las Ramblas para pillar un taxi para dirigirme al aeropuerto.
El taxista era gallego, como casi todos. En esos años llegó a Barcelona una oleada de gallegos que compraron muchísimas licencias de taxi y abrían restaurantes de comida gallega, sobre todo por el Paralelo, principal avenida de espectáculos nocturnos de la ciudad; montaban los restaurantes y los hacían funcionar durante dos años más o menos. Cuando el negocio les era rentable, lo ponían en traspaso y recuperaban la inversión ganando un buen pellizco para volver a invertir en otro restaurante más grande; un tipo de especulación que encareció el sector y que notamos en el bolsillo los que solíamos comer fuera de casa.