PAULA

Me desperté temprano y puse la cafetera al fuego. Tenía que ponerme manos a la obra; revelar los cinco carretes que tenía pendientes del evento de Nina no era moco de pavo.
Desde la ducha noté el olor a café que salía de la cocina. ¡Maldita sea y maldita cabeza la mía! Salí de la ducha con jabón por todo el cuerpo con mucho cuidado de no resbalar y partirme la crisma.
Esa no era la mejor manera de empezar el día. Se notaba que no me había relajado como tenía costumbre todas las mañanas al despertar. Tenía que haber echado mano de mi imaginación y de mis recuerdos para desahogarme aprovechando la erección matutina, y poder empezar bien el día.
Saqué la cafetera del fuego y volví a la ducha para aclararme el jabón del cuerpo pero, al notar el agua caliente en el miembro, este reaccionó como siempre. “Tiene vida propia”, pensé, y me froté suavemente pensando en el culo de Nina.
Me relajé como marcan los cánones y así pude empezar, ahora sí, el día con buen pie.
Llené una gran taza de café. Busqué un buen álbum para escuchar y lo puse en el tocadiscos. La Velvet siempre funcionaba para activar mis neuronas. Me senté en el sofá y empecé a poner un poco en orden mis ideas.
Vi la nota de Nina encima de la mesa y la volví a leer mientras sorbía el café lentamente.
Seis meses eran muchos meses y dudaba mucho de que los dos fuésemos capaces de esperar ese tiempo sin follar con alguien.
Decidí no pensar más en ello. La idea me atormentaba. Sabía a ciencia cierta que ella aprovecharía cualquier oportunidad que se le presentase y que, por una sola noche conmigo, no me iba a ser fiel.
Pues yo tampoco. ¿Por qué pienso en estas tonterías? No le debo ningún tipo de fidelidad, total, solo ha sido una noche, una noche muy especial pero una noche al fin y al cabo.
Ya veremos lo que pasa cuando nos veamos dentro de seis meses.
Entré en el cuarto que tenía habilitado como laboratorio y empecé con los negativos. Uno a uno los fui revelando y los colgué, como siempre, de la cuerda de tender la ropa. Una vez secos, los puse a contra luz para ver si todo estaba bien; nunca se sabe si alguno de ellos puede estar defectuoso y joderme el día.
Puse el primero en la ampliadora, fijé el tamaño y enfoqué; coloqué el primer papel, unos pocos segundos de exposición y a las cubetas de líquidos. Una tras otra hasta llegar a la ciento ochenta, las aclaré bien y las tendí, como siempre.
Con la bombilla roja no veía bien el resultado y cambié a la blanca; las de los chicos en el camerino eran espectaculares.
Llamé a la redacción para decir que ya las tenía.
– ¿Alfredo?
– No, Max. Soy Samanta. Dime, guapo.
– Hola, Sam, ¿qué tal estás hoy?, ¿tienes un hueco para mí?
Samanta era la secretaria del jefe, con quien siempre pelaba la pava cuando no tenía nada que hacer en la oficina.
– Max, tú sabes que mi hueco siempre está disponible para ti. Soltó una carcajada y yo otra. Esta chica es de lo más ocurrente y rápida, pensé.
– Vale, pues ves lubricando que voy para allá a llevarte unas fotos – le dije-.
Volvimos a reír. Siempre teníamos este tipo de conversaciones, nos vacilábamos el uno al otro sin ningún tipo de pretensión; teníamos claro que todo era broma, bueno por lo menos yo así lo creía.
Me presenté en la oficina en menos de media hora. Samanta me recibió con una sonrisa de oreja a oreja como siempre. Se acercó a mí y me dijo al oído
– He lubricado tanto que he tenido que llamar a la señora de la limpieza para que pasara la fregona por debajo de mi mesa.
– Sam, un día tú y yo acabaremos los dos en el lavabo y no me haré responsable de mis actos.
– Max, dudo mucho que fueses tú el que no controlara sus actos.
En ese momento entró Alfredo, despeinado como siempre y, al vernos reír, soltó por su bocaza; ¿Otra vez alterándome a la muchacha? Déjala trabajar, que mientras tú dormías la mona aquí no hemos parado. Ven conmigo, que tenemos algo entre manos bueno de verdad.
Le seguí y me senté delante de su mesa como de costumbre.
– Mira, Max, como bien sabes o habrás oído por ahí, corre el rumor de que Paula Reyes está pensando en venirse a vivir a la zona alta.
– ¿Paula Reyes, la actriz?
– La misma que viste y calza, y se comenta que su traslado es debido a que mantiene una relación con un importante hombre de negocios. Hasta aquí todo normal, pero lo bueno del caso es que ese honrado hombre de negocios es del Opus, está casado con la hija de un importante cargo del régimen anterior y tiene seis hijos.
– Y eso, ¿a quién coño le interesa, Alfredo?
– Le interesa a nuestros fieles lectores que son los que nos pagan el sueldo a todos.
– Alfredo, nuestros “fieles lectores” solo compran tus horrorosas revistas para ver potorros peludos y tetas gordas.
– No te pases de listo, Max. La historia puede ser buena ya que mucho me temo que no solo hay sexo por medio, aquí hay tomate; a mucha gente importante no le interesa que se publique nada sobre ellos.
– Capto el mensaje, Alfredo: vigilancia, acoso y derribo, ¿no?
– Exacto, ahí le has dado bien en el clavo, chaval. Discreción y pies de plomo en todo momento. Es gente muy importante y nos pueden arruinar la vida si se lo proponen. Habla con Samanta, ella te dará los detalles.
Salí de su despacho y, cuando estaba apunto de llegar a la mesa de Sam, oí la voz del jefe chillando como siempre.
– ¡Y no le calientes la cabeza a la chica! ¡Que me la alteras y después no da pie con bola!
– Sieg Heil – le contesté.
Me senté al lado de Samanta y pude ver cómo se desabrochaba un botón del escote para mostrar un poco más sus encantos.
– A ver, Sam, ¿qué es lo que tienes para mí?
– Para ti tengo algo calentito, aquí debajo de la mesa.
– ¿La estufa? ¿O es que tienes debajo de las bragas el tema echándote humo?
Soltamos una escandalosa carcajada, mientras oíamos al jefe maldecir. Solo entendí algo así como “maldito muchacho”
Sacó una carpeta del cajón, la abrió y sacó de ella unos papeles muy bien clasificados.
– Aquí tienes toda la información necesaria: la nueva dirección de ella y la de él, los hoteles donde se reúnen, los restaurantes a los que van, etc. En fin, buen material para empezar.
– Está bien, Sam, me lo estudiaré en casa. ¿Te quieres venir y me echas una mano?
– Yo ya sé dónde quieres que te eche yo la mano a ti, que eres un atrevido.
– Y tú, un pedazo de jamelga.
– Guarro, que eres un guarro.
– ¿Me das un besito de despedida?
– Lárgate de aquí o te tiro una grapadora en esa cabeza de percebe que tienes.
Le di un beso en la mejilla y se quedó con la sonrisa en los labios. Seguí riéndome un buen rato, pensando en lo de cabeza de percebe. Menudas ocurrencias tenía esta chica y menudos pechos; debían ser jugosos como un buen par de melones maduros; calientes como sus pensamientos y con unos pezones rositas y grandes como las galletas María.
Me encaminé a la terraza del Zúrich, estaba cruzando Las Ramblas. Era típico quedar a una hora concreta en la terraza del Zúrich para ir a tomar algo con los amigos, entonces no había teléfonos móviles y era una buena manera de quedar sin problemas.
Me senté y pedí una buena jarra de cerveza bien fría, abrí la carpeta y hojeé el contenido.
Paula Reyes era una mujer realmente preciosa: Siempre iba a los estrenos de sus películas, era una sex-symbol de la época, la más jamona de todas las actrices con diferencia.
Que curioso que me tocara espiarla, con la cantidad de veces que había fantaseado con ella mientras me tocaba mis partes nobles.
La foto del informe era en color. Llevaba un vestido rojo muy ajustado, con una raja en el lateral de la falda que dejaba ver un muslo perfecto enfundado en una media negra de seda.
El tipo era feo de cojones. No sé qué tipo de aventura sexual podía tener un pedazo de mujer así con un mequetrefe como él. Supongo que la inmensa fortuna del empresario tendría algo que ver en todo ello.
Cuando llegué a casa, desparramé todos los papeles encima de la mesa para ordenarlos más acorde con mi manera de trabajar. Si me viera Sam hacerlo, le daría algo a la pobre.
Por un lado las fichas de los dos pájaros, por otro las direcciones de los restaurantes y hoteles; la foto de él en un sobre, la de ella la clavé en la pared con una chincheta; estaba jodidamente buena en esa foto.
Para este tipo de casos la empresa ponía un coche de alquiler a mi disposición, así que fui al aeropuerto a buscarlo y lo aparqué debajo de casa.
Repasando la ficha de Paula vi que se había comprado una casa en la zona alta de la ciudad, en Pedralbes, y enseguida me vino Lucía a la mente. ¿Vivirá cerca?, pensé. Pues, igual la llamo y, si me ve con el cochazo, igual se viene a dar una vuelta; un Chrysler nuevecito siempre impresiona y no desentona nada, aunque esté en un barrio pijo.
Puse la radio mientras miraba los papeles, Radio Juventud, El Clan de la Una con José María Pallardó. “Hola, Pops! Esto es lo más nuevo que nos llega de Londres”.
Los locutores de Radio Juventud nos acariciaban los oídos con buena música durante todo el día, ellos siempre estaban a la última.
Encendí un cigarrillo y me senté en el sofá con la mirada puesta en la foto de Paula que colgué de la pared.
¿Qué estará tramando esta mujer? ¿Acaso no tiene bastante con lo que le aporta su vida de actriz? ¿Por qué coño se tiene que liar con semejante adefesio? ¿Qué oscuros planes tendrá para que se rumoree tanto sobre el tema?”
Normalmente no se habla tanto cuando se lía una actriz famosa con un hombre casado, quizás lleven algo de razón los que piensan que hay algo más y que sus encuentros quizás no sean puramente sexuales, que su relación no sea amorosa sino por algún tipo de negocio sucio – pensé.
Pasé la tarde estudiando la estrategia y el recorrido del día siguiente, y bajé a cenar a la calle.
El gallego de la esquina no estaba nada mal, tenía buen precio y la calidad y cantidad eran más que aceptables.
Cené todo lo ligero que se puede cenar en un gallego y me retiré para descansar, el día siguiente se me antojaba duro y tenía que reservar fuerzas.
Me desperté a las doce de la mañana y puse la cafetera en el fuego. Esta vez esperé a que saliera el café para meterme en la ducha y no me hice ni un solo tocamiento; no quería estar relajado sino todo lo contrario. Quería estar alerta y ojo avizor.
Me senté en el sofá para tomarme el café y fumarme un cigarrillo, y de nuevo observé la foto de la pared.
Pero ¡qué jodidamente buena está la hija de la gran puta!, pensé.
Preparé una bolsa para llevar el material necesario. Para la ocasión tenía pensado llevar la Minolta con un cincuenta y cinco y la Nikon con un trescientos (creí que con eso me bastaría para un seguimiento de estas características), un buen cargamento de carretes de treinta y seis exposiciones, una grabadora de casete para no tener que escribir notas y una botella pequeña de whisky para calentarme por si hacia frío; En la zona alta de la ciudad siempre hacía mas frío que en el Barrio Chino.
Me vestí, cogí las llaves, la cartera y el tabaco; casi se me olvida coger el papel con el número de teléfono de Lucía que metí en el bolsillo trasero del pantalón.
Entré en el coche, puse las llaves en el contacto y lo arranqué. ¡Pedazo de carraco, men!, grité al oír el ruido del motor. Giré la cabeza y vi a la señora que regentaba la verdulería de debajo de mi casa mirándome con cara extraña; puse primera y salí de allí rumbo a la zona alta.
Mi primera parada sería aparcar el coche cerca de la nueva casa de Paula, en alguna esquina cercana y, a poder ser debajo de un árbol que me camuflase un poco pero que me permitiera ver bien las ventanas y la puerta de acceso a la casa.
Encontré el sitio perfecto y me dispuse a pasar unas cuantas horas de aburrimiento.
Me bajé del coche y di una vuelta por los alrededores para saber bien por dónde podía moverme en cada momento. Paré a unos escasos metros de la casa para fumarme un cigarrillo y verla desde otra perspectiva.
El barrio era realmente lujoso: una gran avenida, que aún conservaba las vías del antiguo tranvía con una pendiente bastante pronunciada; ambos lados de la calle disponían de aceras anchísimas y las casas eran, la mayoría de ellas, de tres plantas con jardín y garaje.
Se respiraba mejor que en el Barrio Chino. Las señoras del servicio domestico contoneaban sus gordos culos, subiendo la pendiente de la calle, mientras arrastraban sus bonitos y modernos carros de la compra.
Vi que no había bares ni restaurantes, era una auténtica zona residencial de alto standing, por lo que decidí coger el coche para ir a comprarme un par de bocadillos antes de empezar la vigilancia.
Eran las seis de la tarde y ya empezaba a oscurecer, me hundí en mi asiento y puse la radio del coche.
Estuve vigilando hasta las cuatro de la mañana y no vi ningún movimiento por lo que decidí regresar a casa.
Pasé tres días así: Aburrido como una ostra y sin ningún resultado positivo.
Al cuarto día, ya casi a punto de rendirme, vi aparecer un Mercedes plateado que se paraba delante de la casa; se abrió la puerta y pude ver una larguísima pierna saliendo de él.
Era Paula Reyes con un modelito de algún famoso diseñador y un peinado de peluquería. No se ocultaba de nada ni de nadie, pensaría que no tenía por qué hacerlo, ¿quién la vigilaría en ese barrio rico?
Se acercó a la puerta de entrada con las llaves en la mano. Le costó un poco abrir la enorme puerta para meter el coche en el garaje. En pocos minutos vi como se iban encendiendo las luces de las diferentes estancias de la casa.
Saqué la cámara con el teleobjetivo e hice un barrido, ventana por ventana, para hacerme una idea de como era la distribución de la casa: baño localizado; cocina localizada; dormitorio principal localizado. La cosa iba bien, solo tenía que esperar a que saliese de casa para seguirla.
Eran las nueve de la noche y Paula no daba señales de vida, solo estaba encendida la luz del dormitorio. Ningún movimiento que me hiciese pensar que abandonaría la casa aquella noche.
Vi una silueta de mujer reflejada en la cortina de una ventana: iba de un lado a otro con el auricular pegado a la oreja y el teléfono en la mano.
Hacía aspavientos y movimientos de cabeza bruscos, como si discutiera con alguien. De repente, vi como un objeto golpeaba el cristal de la ventana rompiéndolo. Como acto reflejo, me hundí más en el asiento, enfoqué bien y vi lo que rompió el cristal, era el teléfono, que permanecía colgando del rizado cable enganchado en uno de los salientes de la fachada.
Se abrió la cortina bruscamente y apareció ella mirando al infinito. Llevaba un camisón ceñidísimo al cuerpo, de color gris oscuro, y dejaba ver parte de sus pechos; en la mano, un cigarrillo que consumía a grandes bocanadas. Aproveché para hacerle unas cuantas fotos; la situación merecía la pena.
Enseguida vi aparecer por la esquina de la calle un coche impresionante con chófer. Avanzó lentamente y se detuvo delante mismo de la casa de Paula. Se abrió la puerta trasera y vi bajar a un hombre enfundado en una gabardina marrón; enfoqué el zoom y pude ver su cara.
Era Alberto Duarte, el magnate de las finanzas. Revisando su ficha me enteré de que estuvo apunto de entrar en prisión por defraudar a Hacienda y a la Seguridad Social, pero no llegó a hacerlo, ni siquiera llegó a celebrarse el juicio. Alguien de su entorno familiar se supone, movió bien los hilos para que el expediente desapareciera. Del juez que llevaba el caso nunca más se supo, algunos comentan que apareció en el puerto el cuerpo de un hombre parecido a él, con zapatos de cemento al más puro estilo Chicago años treinta.
Alberto Duarte era bajito y feo. Su prominente barriga le daba aspecto de tonel, sus pasitos eran cortos y rápidos, y movía la cabeza de un lado a otro oteando en la distancia posibles peligros.
Sacó unas llaves del bolsillo, abrió la puerta y entró en la casa.
Se encendió la luz de lo que parecía un gran salón y pude ver las siluetas de los dos juntos; la de él era más ancha que alta, parecía más fácil saltarlo que rodearlo en una posible confrontación cara a cara.
Él apenas se movía, de vez en cuando se rascaba la cabeza, pero ella no paraba de ir de un lado a otro de la estancia haciendo aspavientos. Algún grito llegó a la calle, pero era imposible entender algo de lo que decían.
Dos horas pasaron así y yo en el coche esperando que en algún momento sonara un disparo o pasase alguna barbaridad.
No fue así. Vi al chófer salir del coche para abrir la puerta trasera del vehículo y vi salir a Albert Duarte de la casa con sus pasitos rápidos y cortos; se metió en el coche y desaparecieron por la misma esquina que llegaron.
Esperé una hora más y vi como se apagaron todas las luces de la casa. Pensé que igual saldría de su mansión, por lo que esperé un rato más y, al no ver ningún movimiento, entendí que Paula se había metido en la cama para dormir sola.
No era demasiado tarde pero lo suficiente como para no llamar a Lucía. No sabía nada de ella, lo más seguro era que viviese en casa de sus padres y no me apetecía despertar a uno de ellos para que me soltase algún improperio.
Qué triste es la vida del sabueso, pensé, a ver cuándo me toca una sesión de fotos de desnudos con alguna chica guapa en el plató de la redacción, que por lo menos veo pelo y no paso frío.
A la mañana siguiente me desperté muy animado, con la sempiterna tienda de campaña matutina. Miré mi miembro y le hablé: Hace días que no te doy una alegría, pobre, las ganas que debes tener tú de entrar en algún sitio suave, calentito y oscuro, ¿eh, ladrón?
Revelé los carretes de la noche anterior y el resultado fue el esperado. A pesar de la poca luz, las caras de los dos se veían más que bien y Paula, fumando en la ventana de su dormitorio, salía preciosa. Unas fotos dignas de portada.
Me pasé por la redacción y no estaban ni Alfredo ni Samanta, cosa extraña porque siempre había alguno de los dos para controlar a los empleados que en su ausencia solo les faltaba organizar una timba de póker.
Me senté en la mesa de Sam para hacer algunas llamadas y observé el orden de su mesa. Era todo tan femenino y olía tan bien que enseguida me vinieron a la mente sus magníficos y exuberantes pechos.
Hice las llamadas de rigor. El olor del micro del teléfono hizo que tuviese una erección espontánea; pensé en Sam, subida sobre el lavamanos del lavabo de la redacción, y yo penetrándola salvajemente.
La imagen me recordó a Lucía, saqué de mi bolsillo la nota con su número de teléfono y marqué con decisión.
Del otro lado de la línea me llegó una frágil voz femenina con acento sudamericano:
– Residencia de los señores Montesquieu, ¿en qué puedo servirle?
Me quedé de piedra, ¡menudo nivelazo tenía la chica!
– ¿La señorita Lucía, por favor?
– Sí, señor. Un momento, por favor.
– Sí, ¿dígame?
– ¿Lucía Montesquieu?
– Yo misma. Dígame.
– Hola, preciosa, ¿no me recuerdas?
Con voz alegre y algo alterada dijo:
– ¿Pablo? Cuánto tiempo sin saber de ti. ¿Qué es de tu vida?
– Mi vida va viento en popa, guapa, pero no soy Pablo, soy Max. Mi nombre no te sonará de nada pero, si te digo; fóllame como a una perra, maldito cabrón, tú, ¿qué me dices?
– Yo te digo que esperaba tu llamada desde hace días y que quiero verte para continuar donde lo dejamos.
– Me alegra oír eso. Verás, estoy trabajando por tu zona y he pensado que podríamos vernos, aunque fuese un ratito. ¿En qué calle vive usted, señorita Montesquieu?
Sonó una poderosa carcajada
– ¿No te lo esperabas verdad, guapo? Soy una señorita aunque para ti soy una perra. Vivo en la avenida Dixon.
– ¿Cerca de la calle Acacia?
– Al lado mismo. Y tú, ¿qué haces por aquí?
– Ya te contaré, preciosa. ¿Quedamos a las seis en Dixon con Acacia?
– Fenomenal por mi parte. Allí estaré esperándote.
Me envió un sonoro beso que casi me deja sordo y colgó el teléfono.
Llegué a la calle Acacia a las once de la mañana, aparqué el coche en otro sitio para no levantar sospechas y me dispuse a transcribir todo lo que grabé en el casete la noche anterior.
Vi el Mercedes plateado acercarse a la casa y pensé; maldita sea, ya me he perdido algo. Para este tipo de trabajos eran necesarios, como mínimo, dos turnos, pero la racanería de Alfredo solo permitía una persona por caso.
Esta vez se bajó del coche un fornido muchacho con el pelo engominado y un jersey de color rosa de la marca Privata colgando de los hombros, como solían llevarlo los niños pijos como él. Abrió la puerta sin hacer el más mínimo esfuerzo y Paula entró con el coche en el garaje.
Los observé por el visor de la Minolta y pude ver que sus caras no eran precisamente de alegría, más bien parecía que llegasen de un funeral.
Volvió a repetirse la escena de la noche anterior pero esta vez era él quien hacía aspavientos y recorría la estancia de un lado a otro como un loco; no cerraron las cortinas y pude ver con claridad la escena.
Paula permanecía de pie y parecía llorar desconsoladamente, era guapísima incluso llorando; parecía una escena de alguna de sus películas.
El muchacho se abalanzó sobre ella y le propinó una sonora bofetada, ella se la devolvió.
Estos chicos de buena familia no encajan bien que una cualquiera les lleve la contraria, por muy actriz famosa que esta sea. La empujó contra la pared y le propinó dos bofetadas más en la cara con todas sus fuerzas. El ruido de la palma de su mano chocando en la cara de Paula llegó hasta mis oídos a pesar de la distancia que me separaba de ellos.
Lo vi salir corriendo de la casa como alma que lleva el diablo. Ella, en cuestión de segundos, aparecía en la puerta de la casa con una pistola en la mano con la que no llegó ni siquiera a apuntar al fugitivo, simplemente la sostenía en su mano; la nariz le sangraba y con los ojos llenos de lágrimas y voz rota le dijo a grito pelado:
– ¡Mal nacido, me las pagarás! ¡Te lo juro! ¡Esta y todas las que me has hecho! ¡Maldito hijo de puta!
Salí del coche y corrí hacia ella.
– ¿Se encuentra bien, señorita?
Se desmayó, la pillé al vuelo sin dejar que llegase al suelo y la cogí en brazos. La entré en su casa. En ese momento me sentí su partenaire en una de sus películas. Por Dios, que guapa era de cerca y que cuerpazo.
La deposité con suavidad encima del sofá y fui a la cocina para traerle un vaso de agua y algo para limpiarle la sangre de la nariz.
La desperté como buenamente pude, le levanté la cabeza y le acerqué el vaso de agua a su boca. Bebió dos sorbos. Le di una servilleta de papel y apunté mi nariz con el dedo, entendió mi gesto y limpió la sangre de su nariz.
– ¿Qué ha pasado?, ¿quién es usted? y ¿qué hace aquí? – Me preguntó-.
– No se preocupe. Soy su vecino, vivo en la casa de al lado. He oído una pelea desde casa y he corrido a ver qué pasaba.
– ¿Ha llamado usted a la policía?
– No, señorita. No he llamado a nadie, puede estar tranquila. No me pienso mover de aquí hasta que usted se encuentre bien.
– Gracias, señor…
– Augusto Capdevila para servirle, pero lo de señor me queda un poco grande, llámeme simplemente Augusto.
– ¿Qué pensarán ustedes de mí? Apenas llevo dos días viviendo en esta casa y mire que escándalo.
– No se preocupe, señorita. Este barrio es muy discreto y los vecinos no suelen meterse en la vida de los demás, puede estar usted tranquila que nadie se ha dado cuenta de lo ocurrido.
– Usted sí. ¡Qué vergüenza, por Dios! Acérqueme el tabaco, por favor.
Encendió un cigarrillo tumbada en el sofá, con una clase cinematográfica más que ensayada. Me senté en el mismo sofá que ella, encogió las piernas para hacerme sitio y me ofreció un cigarrillo.
Me contó que conoció al chico una noche en la fiesta en una discoteca de Madrid, que parecía majo; que no solía enamorarse de este tipo de persona adinerada y caprichosa y que no volvería a hacerlo nunca más en la vida.
Me contó que provenía de una familia humilde y que, gracias al sudor de su frente, ahora disponía de un buen capital y, por desgracia, tenía que codearse con este tipo de personajes.
– Me gustaría volver a mis raíces y codearme con personas humildes, quiero dejar esta mierda de vida llena de falsedades y estar con gente auténtica que no sea superficial como esta gentuza. Lástima que usted viva en este barrio, si usted fuese un obrero, ahora mismo me echaría en sus brazos y me dejaría consolar.
Menuda fresca -pensé-, después de lo que acababa de vivir, y ya estaba intentando seducirme con sus artes interpretativas. Se le notaba a la legua que estaba actuando, no me creí ni una sola palabra. Sus intenciones estaban claras, simplemente quería comprar mi silencio con un poco de cariño y quizás un polvo de lo más interpretado.
– No soy un obrero pero mis brazos están abiertos para usted. Venga aquí, que unos mimos y unas caricias le sentarán bien.
Cambió de posición y apoyó su cabeza en mi pierna. Le acaricié la cabeza y observé el cuadro. Yo, que minutos antes me escondía para no ser visto, ahora estaba en su casa, sentado con ella en el sofá, con su cabeza apoyada en mi pierna y con posibilidades de cepillármela. Qué sorpresas te depara la vida a veces –pensé-.
Se abrió la falda y pude verle los muslos, no llevaba medias y su piel era morena y suave, se desabrochó dos botones de su blusa mientras movía la mano que le quedaba libre a modo de abanico. – Que calor hace en esta maldita ciudad – comentó -.
Se te ve el plumero, Paula, – pensé – pero me hice el tonto, quería ver hasta dónde era capaz de llegar para comprar mi silencio. Me divertía la situación, yo sabía sus intenciones pero ella no sospechaba nada, así que me dispuse a observar como se trabajaba el asunto.
Se dio la vuelta y se puso de cara a mí, el movimiento hizo que se le abriera la falda mostrando sus braguitas y que se le saliera un pecho.
Siguió contándome cosas absurdas de su vida, tan falsas como la misma situación en la que nos encontrábamos.
Noté su aliento en mi paquete y empecé a empalmar. Uno no es de piedra. Una mujer así es capaz de excitar al más puritano sin apenas tocarle, y yo no era ni de piedra ni puritano.
Al ver que estaba dispuesta a satisfacerme, más por interés que por atracción, decidí atacar sin contemplaciones, ya que quería comprar mi silencio se lo tendría que trabajar y no pensaba tratarla como a una delicada chica sino como a una prostituta de lujo, ya que ese era su papel. Pensé que sería capaz de cualquier cosa si con ello compraba mi silencio.
No solía aprovecharme nunca así de las mujeres pero ella se estaba aprovechando de mí y lo estaba pidiendo a gritos. Su sexualidad y sus eróticos movimientos hacían que se pudiera leer en su frente: Quiero rabo.
Me levanté rápidamente. Me bajé los pantalones y los calzoncillos a la vez. Ella, al ver mi miembro erecto, puso cara de sorpresa pero no tardó ni dos segundos en cogerlo con la mano y acercárselo a la boca.
Succionaba como una auténtica actriz porno y eso me ponía muy enfermo. No quería correrme rápido, quería hacer durar lo máximo posible la falsa escena que ella había montado.
Con sus dos manos me empujaba el culo para que entrara y saliera mi polla de su boca sin tener que mover la cabeza.
Me dejé hacer un par de minutos y la puse de pie; le arranqué la blusa y le mordí los pezones; le di la vuelta cogiéndola por los hombros y la puse contra el respaldo del sofá, empujándola hacia delante para que apoyara sus manos en el asiento; la tenía a mi merced, con el culo en pompa, totalmente rendida y ofrecida como gata en celo.
Le subí la falda y le arranqué las bragas de un fuerte tirón, soltó un gemido sordo mientras estiraba su brazo hacia atrás para coger mi polla y dirigirla hacia su culo, diciéndome: Jódeme, jódeme como a una perra. Me lo merezco. Jódeme, sin contemplaciones; rómpeme el culo y córrete dentro de él. Por favor, hazlo. Quiero notar tu caliente semen en mis entrañas.
Le hice caso y le introduje mi polla por el ojete; era muy estrecho, parecía que nunca nadie había abierto esa puerta trasera.
La agarré fuertemente de las caderas y empecé a embestir y a resoplar como un toro de lidia durante largo rato. – Trátame como a una furcia. Quiero sentir dolor, me lo merezco, soy lo peor. Soy muy mala y merezco el castigo.
La traté como ella quería, como a una autentica furcia.
Noté que mi polla se hinchaba y empecé a convulsionar, tiré fuertemente de ella con mis manos en sus caderas y, sin sacarle la polla, la puse a cuatro patas sobre la alfombra.
Pude verme reflejado en el espejo de la pared: de rodillas, dándole por detrás a Paula Reyes, sodomizándola salvajemente. Y me gustó lo que vi, me sentí poderoso en ese momento. Pude verle la cara, era una mezcla de placer y dolor, era una auténtica psicópata del sexo.
Noté que me iba a correr en breve y de una fuerte embestida hice que cayera sobre la alfombra. Seguí bombeando hasta que noté como se me hinchaba la polla en la estrechez de su ojete y sentí como me corría y le inundaba el culo con mi caliente semen mientras chillábamos los dos como locos poseídos por una irrefrenable y enfermiza lujuria.
Permanecí un instante sin sacar la polla, oyendo como Paula jadeaba sin parar de decir: “Sí, sí, sí, sí”.
Me levanté y pude ver su cara de loca mirándome fijamente a los ojos mientras mi semen salía a borbotones de su culo.
Me dirigí al baño y me tiré agua por encima; me miré en el espejo y vi mi cara de animal enfurecido. No me reconocí, yo no soy así – pensé -. Ella me lo ha pedido y me he metido tanto como ella en el papel – me dije a mi mismo –.
Sentí el calor de su cuerpo y la presión de sus pechos en mi espalda, sus brazos me rodearon.
Yo, con mis manos apoyadas en el lavamanos y echado hacia delante, intentaba recuperarme del esfuerzo.
Me cogió de la mano y me llevó escaleras arriba, al entrar en su dormitorio me dijo: Ahora, trátame con cariño. Lo necesito.
Vi su cara triste y me apiadé de ella. El frío que entraba por la ventana del cristal roto hizo que se me pusieran duros los pezones, ella me los chupó suavemente, parecía otra persona; ahora era dulce, cariñosa y llevaba la iniciativa.
Se estiró boca arriba y golpeó varias veces sobre la cama con la palma de la mano, haciéndome un claro gesto de invitación a acostarme a su lado.
Me tumbé a escasos centímetros de ella, tenía el rímel corrido y los ojos rojos de llorar pero a pesar de ello seguía siendo preciosa.
Ya con tranquilidad pude observar su cuerpo desnudo y no era como me lo imaginaba en mis fantasías nocturnas de placer solitario, estaba mucho más buena de lo que yo me imaginaba.
Me cogió de la mano y permanecimos así durante varios minutos, sin hablar y sin tocarnos. Apoyó su cabeza en mi barriga y empezó a chuparme la punta del miembro. Me gustó muchísimo la delicadeza con que me hacía las cosas. Ahora parecía sincera, no actuaba, era ella intentando dar y recibir ese cariño que muchas veces anhelamos y pocas veces conseguimos.
Le aparté la cabeza y le besé en los labios, se estiró sobre mí mientras me besaba. El calor de su cuerpo me reconfortaba, no dejaba de acariciarme con suavidad y de besarme. Ponía ojos de enamorada, quizás lo estuvimos el uno del otro esa tarde.
Decidí que está vez no la jodería, esta vez haríamos el amor como una pareja de enamorados.
Y así fue hasta las seis de la tarde, cuando miré el reloj de la mesilla de noche y pensé que Lucía ya debería estar esperándome dos calles arriba.
Le di un cariñoso beso en los labios y me levanté de la cama. Bajé las escaleras y recogí mi ropa del suelo, no encontré los calzoncillos por ningún sitio así que me puse los pantalones sin más.
Entré en el dormitorio mientras me ponía la camiseta y Paula me dijo:
– ¿Es que no piensas ducharte?
– Tengo mucha prisa, me están esperando.
– ¿Volveremos a vernos?
– Me encantaría, Paula. Llámame cuando quieras.
Le anoté mi número de teléfono en una libreta que tenía en la mesilla de noche, ella estiró la mano y cogió el papel; le di otro beso y, cuando me disponía a salir, me dijo:
– Pero, ¿tú no te llamabas Augusto? ¿Qué es eso de Max?, ¿y este número? Este número no es de esta zona. ¿Quién coño eres y quién te envía?
– No me envía nadie, Paula, y sí, te mentí. Simplemente pasaba por aquí y decidí echarte una mano, dije que era tu vecino para que estuvieses más tranquila.
– ¿Por qué me mentiste con el nombre? ¿Qué me ocultas?
– Nada, Paula. No te oculto nada. Ya te contaré la próxima vez que nos veamos, ahora tengo que marcharme, se me hace tarde.
– No me dejes así, Augusto, Max, o cómo coño quiera que te llames.
–Tranquila, que no pasa nada; ya te contaré.
Me dio pena dejarla preocupada pero pensé que la llamaría más tarde para tranquilizarla. No podía perder más tiempo, Lucía me esperaba y llegaba tarde.
– Por dios, Max; qué pintas traes.
– Perdona el retraso, Lucía. Se me ha liado un poco la tarde.
– Me alegro de verte. Te recordaba más bajito pero veo que me falla la memoria.
– Yo te recordaba tal como eres, guapísima a rabiar, y con un cuerpo escultural.
– Gracias, Max. Tú tampoco estás nada mal.
– Hoy no es uno de mis mejores días pero, si tú me ves bien, pues estupendo.
– Te veo un poco desliñado, más delgado y con ojeras, pero estás más atractivo que el otro día. ¿Qué hacemos, me llevas a cenar?
– Te llevo donde tú quieras, preciosa – le contesté, mientras le abría la puerta del coche –.
– Llévame a algún restaurante de tu barrio. ¿Te apetece?
– Me apetece muchísimo, vamos.
Por el camino me contó lo que ya sabía: que se dejaba caer de vez en cuando por el centro de la ciudad para ir al cine y a veces tomar alguna copa, porque en su barrio no había ni cines, ni bares que merecieran la pena.
Llegamos a mi barrio y aparqué el coche delante del bar Ramón. Al salir Lucía del coche, Manolo, con la discreción que le caracteriza, dijo a grito pelado:
“ !¿Dónde vas tunante?! ¡¿Te has echado novia?! ¡Preséntanosla!”
Miré a Lucía para ver qué cara ponía, pero vi que sonreía y que no le molestaba el comentario de Manolo.
– Que simpáticos son los señores de tu barrio – dijo sonriendo mientras miraba a la parroquia de borrachos que ya estaban todos fuera del bar para mirarle el culo. Esta vez no vestía de manera tan sofisticada: llevaba unos pantalones vaqueros muy ajustados con las botas por fuera y una camiseta negra de tirantes con el logo plateado de AC/DC, ligeramente deformado por el volumen de sus pechos. Estaba guapísima aunque me extrañó verla de esa guisa, no tenía nada que ver con la ropa que llevaba puesto el día del encuentro en el cine.
– ¿Qué tipo de restaurante te apetece, Lucía?
– Cualquiera me parecerá bien – contestó -.
– Por esta zona no hay mucha variedad, lo más exótico que tenemos es un restaurante chino, lo abrieron hace poco, podemos ir si quieres. ¿Has probado alguna vez la comida china?
– Max, mejor llévame al que acostumbras a ir, quiero ver algo nuevo, no quiero cuentos chinos.
– Está bien. Te llevaré al Rías Gallegas, no es muy sofisticado pero se come bien; será una nueva experiencia para ti, Srta. Montesquieu – Le dije con algo de sorna -.
– A ver, guapo, mi familia tiene mucho dinero y mucha clase pero lo único que he heredado de ellos es el apellido. Ya me has conocido “a fondo” y has visto que no le hago ascos a nada.
Entramos en el gallego, los jamones que colgaban de la barra olían de maravilla aunque alguno ya tenía la sombrilla que se les clava a punto de rebosar de grasa.
Entramos al comedor y nos sentamos en una mesa para dos, en una esquina cerca de la cocina. Desde ahí se podía ver perfectamente a la cocinera manipular un pulpo con gran destreza.
– ¿A qué te dedicas, Lucía?
– A estudiar periodismo y a pasármelo bien malgastando la fortuna de mi familia. ¿Y tú, Max, a qué te dedicas? aparte de abusar de pobres chicas en los lavabos de los cines.
– Pues, aparte de a satisfacer a lobas que bajan de caza a estos barrios, me dedico a hacer fotos para malvenderlas a una revista.
– Interesante. ¿Y qué asunto te ha llevado por mi barrio?
Decidí ser sincero y contarle todo lo relacionado con el caso, sin dejar ni un solo detalle.
Lucía soltó una gran carcajada y movió la cabeza para hacerme ver que estaba muy equivocado.
– Donde trabajas no se informan bien de los casos antes de enviarte, me parece a mí. Verás, Alberto Duarte, aparte de dedicarse a las finanzas y ser un facha de mucho cuidado, resulta que es íntimo amigo de mi padre y entre ellos no hay secretos; se conocen desde pequeños y estudiaron juntos en Estados Unidos.
– Y, tú, ahora me contarás todos sus secretos porque esperas pasar la noche conmigo, ¿verdad?
– No, Max. Te lo voy a contar porque me caes bien y no me gusta que les tomen el pelo a las personas que me caen bien. Aparte, te diré que tenía pensado pasar la noche contigo antes de que me contases nada de la historia – dijo guiñándome un ojo –.
– Mira, Max, Alberto Duarte es padre de seis hijos como buen miembro del Opus Dei que es. Ese botijo de hombre se casó con su mujer por interés y así aumentar su fortuna personal. Le compró la casa a Paula Reyes para tenerla cerca y controlar sus movimientos. Ese puritano no ha tenido sexo nunca fuera del matrimonio, si es que engendrar ese tipo de hijos puede considerarse sexo.
– Entonces, ¿por qué quería tenerla controlada?
– Porque el que se cepilla a Paula es su hijo mayor, el heredero de su imperio, ese chaval en un futuro próximo, será uno de los hombres más ricos de España y su padre hace lo posible para casarlo con alguna rica heredera de buena familia de la burguesía catalana.
Javier Duarte, como se llama el chaval, estuvo estudiando en Madrid y en una de sus salidas nocturnas conoció a Paula Reyes. Tuvieron una aventura que duró varios meses y de la cual ella se quedó embarazada. Al enterarse el padre, sin pensárselo dos veces, se presentó en Madrid y habló con ellos.
Les propuso que tuvieran el hijo pero que no se casasen. A cambio, él le compraría una casa en una zona tranquila para que pudiesen estar juntos y así poder criar a su nieto fuera de los objetivos de la prensa de Madrid; por supuesto, le pasaría una paga mensual de una cantidad indecente de dinero.
Eso es todo. Ni negocios sucios, ni mafias, ni corrupción, solo un hombre de exageradísimas convicciones religiosas intentando arruinar la felicidad de su hijo y de su novia.
– ¿Entonces? No acabo de entender la agresión de Javier a Paula.
– Muy fácil, Max. Este tipo de personas son así, tratan así a sus mujeres, son niños ricos que no han dado un palo al agua y piensan que todo se les está permitido; por suerte, Paula no pertenece a ese mundo y le ha plantado cara.
Ese capullo de Javier me ha echado la caña muchísimas veces. Es un subnormal y un niño mimado que se cree que, por tener el apellido que tiene, puede conseguir todo lo que se proponga de las mujeres. Yo siempre le he rechazado y lo detesto, es un tipejo casi tan despreciable como su padre.
Yo de ti no le daría más importancia y me olvidaría del tema, dile a tu jefe que no has visto nada. Esa pobre chica lo último que necesita ahora mismo es verse envuelta en un escándalo de esa índole por culpa del payaso sopla pollas de Javier Duarte.
En ese momento llegó la cena y la segunda botella de vino turbio. La miré a los ojos y pensé que menos mal que una chica de su clase y tan guapa, fuese tan crítica con los suyos.
– Ahora, dime, Lucía, ¿a qué se debe tu indumentaria? Estás impresionante con esos pantalones pero tu aspecto no tiene nada que ver con la sofisticación que mostrabas el otro día.
– Max, querido, la sofisticación está en las formas y los modales más que en la indumentaria.
Mis padres odian que vista así pero a mí me encanta. Me gusta el Heavy Metal y me gusta AC/DC pero lo que más me gusta es ver la cara de mis padres cuando me ven salir así de casa.
De vez en cuando, me gusta disfrazarme de mujer rica para bajar al centro y vivir aventuras con tipos rudos y maleducados que no vuelvo a ver jamás; pero, mira por donde me topé contigo y ahora estamos los dos cenando en tu barrio y me está encantando la experiencia.
– ¿Me consideras un tipo rudo y maleducado?
– Si te considerase así, no te hubiese dado mi número teléfono. Me gustas mucho y quiero conocerte más. Tu comportamiento el otro día me sorprendió, hace tiempo que no me cruzo con un tipo como tú y espero verte más, si a ti no te importa.
Me sentí halagado ante su confesión y esbocé una gran sonrisa mientras le cogía la mano.
– Lucía me encanta estar contigo, me estás dando una buena lección de lo que es una mujer inteligente y sin prejuicios, me gustas mucho preciosa.
El camarero trajo la cuenta y ella con un rápido movimiento me la quitó de las manos; sacó su cartera del bolsillo y pagó la cuenta dejando una buena propina.
– No hacia falta, Lucía. Soy pobre, pero no tanto.
– Tú calla y deja que hoy pague yo todo. Me apetece invitarte.
Entramos en el bar musical de la esquina y nos tomamos un par de copas mientras sonaba The song remains the same, del disco en directo de Led Zeppelin. Le encantó el garito, no paraba de mover la cabeza al más puro estilo heavy mientras cantaba las canciones y sonreía. De vez en cuando, me daba un beso y continuaba cantando.
– Llévame a dar una vuelta con ese coche tan bonito que tienes. ¿Te apetece?
Salimos del bar y nos dirigimos al rompeolas. Era un sitio muy frecuentado por parejas que daban rienda suelta a sus instintos. En aquella época, si tenías coche, ya tenías picadero. Estaba muy bien hacer el amor mientras las olas salpicaban en los cristales del coche.
Lucía no paraba de mirarlo todo con cara de asombro, estaba contentísima y se le notaba en la cara. Todo aquello era nuevo para ella.
Aparqué el coche cerca del Porta Coelli, el restaurante que había al final del rompeolas, y bajamos a mirar el oscuro mar mientras nos fumábamos un cigarrillo.
– Tengo frío Max, mira cómo se me han puesto los pezones.
Subimos de nuevo al coche y la sorprendí poniendo una cinta de Black Sabbath, se le iluminó la cara y me dijo; tú sí que sabes hacer feliz a una chica. – Recliné los asientos, ella esbozó una sonrisa y dijo:
– ¿Qué más se le puede pedir a la vida? Buena música, el mar salpicándonos y un precioso rabo que me voy a comer ahora mismo.
Me bajó los pantalones y vio que no llevaba calzoncillos. Debían estar debajo de algún mueble de la casa de Paula Reyes- pensé -. Se extrañó pero no dijo nada.
Se metió mi polla en la boca y empezó a chupar al ritmo de la música, lo encontré original y divertido. Se puso muy caliente mientras me la comía. Intentó sacarse las botas y los pantalones pero no pudo; el espacio era reducido, los coches no están diseñados para eso.
– Maldita sea, no puedo quitármelos y quiero follarte a ritmo de Black Sabbath.
Arranqué el coche y salí chillando rueda.
– ¿Dónde vamos? – Me dijo mientras intentaba volver a subirse sus ceñidísimos pantalones.
– Joder, si lo sé me pongo falda.
– Vamos a mi casa, quiero que me folles a ritmo de Black Sabbath.
Le gustó la casa, dijo que quería una igual, que estaba harta de vivir con sus padres. Se sentó en el sofá y se hizo un porro. Puse un disco de Black Sabbath y me dijo que lo quitara, que lo pusiera más tarde para bailar encima de mí.
Nos fumamos el porro y nos bebimos un par de cervezas mientras sonaba Deep Purple, estaba animadísima y muy a gusto.
– ¿Tus padres no se extrañarán si no vas a dormir?
– A mis padres que les den, me tienen harta, esta noche lo único que quiero es estar contigo, me apetece mucho.
Me contó muchas cosas de su vida, yo la escuchaba mientras observaba cada una de las curvas de su cuerpo; la camiseta le apretaba mucho y sus pezones estaban todo el rato erectos.
Mientras apuraba mi cerveza, ella empezó a quitarse la ropa, quedándose totalmente desnuda ante mí. ¡Qué maravilla, por Dios! Ya en el cine se le intuía ese perfecto cuerpo pero, con las prisas, no llegamos ni a desnudarnos.
Me puse en pie y me desnudé para estar en igualdad de condiciones. Puse el disco de Black Sabbath mientras ella me abrazaba por detrás buscando mi polla. Me agarró de ella y me arrastró hasta la cama, me empujó y caí boca arriba, ella se puso de rodillas entre mis piernas y siguió donde lo había dejado en el rompeolas.
– Me gusta tu polla, estaría toda la noche chupándola.
– Por mí, no te cortes, puedes estar así toda la noche si quieres.
– Claro, guapo, si quieres otro día te la chupo donde quieras, en un parking entre dos coches por ejemplo. Eso me pone mucho, pero hoy te lo vas trabajar que esto no es un sucio lavabo de cine.Hicimos todo lo que quisimos y estuvimos todo el rato que nos dio la gana, sin prisas y sin agobios. Fue una noche perfecta.
Al despertarme, a la mañana siguiente, la oí trastear en la cocina y me llegó el agradable olor a café recién hecho. Pensé que la felicidad consistía en estos pequeños placeres; la vi aparecer por la puerta con mi taza de café, llevaba una de mis camisetas sin nada debajo.
Se sentó en la cama y alargó su mano para darme la taza, me dio un beso en los labios y me acarició la rodilla.
– Me gusta estar aquí así contigo, Max, y si no fueses tan golfo, igual me quedaría contigo unos días si me lo pidieras.
– ¿Por qué dices que soy un golfo? ¿Acaso no te gustaron las cositas que te hice anoche?
– También yo te hice cositas, majo, y una cosa no quita la otra. Golfo, que eres un golfo.
– A ver, Lucía, ¿tú no eras la que bajaba a estos barrios a la caza de carne fresca? ¿A eso cómo se le llama: golfa o fresca?
Soltó una carcajada y dijo.
– No me importa lo golfo que tú seas y espero que a ti no te importe lo golfa que soy yo, pero la próxima vez que nos veamos por lo menos ten la delicadeza de ducharte después de cepillarte a una guarra. Yo por lo menos en el cine, cuando me lo monte contigo, estaba recién duchadita.
– ¿Qué me quieres decir con eso Lucía?
– Cuando te vi llegar ayer por la tarde, observé que tu aspecto era de lo más desaliñado: tenías ojeras y olías a perfume caro; cuando te besé noté olor de sudor y sexo femenino. No te dije nada porque me puse cachonda, estuve todo el rato reprimiendo mis ganas de follarte. Eso no se hace, Max.
Asentí con la cabeza y le pedí disculpas.
– No es que me importe y tampoco me debes ninguna explicación pero me corroe la curiosidad. ¿A quién te cepillaste ayer en mi barrio? Por el olor del perfume diría que es una mujer de dinero y muy sexy, ese perfume no lo compran señoras como mi madre.
– Está bien, te lo diré: me cepillé a Paula Reyes en su sofá y en su cama. Estaba muy alterada por el suceso.
– Y te pidió que te la follaras para aliviar tensiones, menuda fresca.
– No podía dejarla en ese estado y me lo pidió. Me dijo que necesitaba sentirse castigada y que le diera por…
– Calla, guarro. No sigas, no quiero saber dónde metiste esa preciosa polla. Te recuerdo que yo me la metí en la boca después de estar en vaya usted a saber qué inmundo agujero. Puedo imaginarme donde estuvo antes y no me hace ninguna gracia.– Perdona, Lucía. No volverá a suceder, la próxima vez que nos veamos estaré recién duchadito para ti.
Soltó una carcajada y me dijo que no pasaba nada. Que no le importaba a quién me cepillara en horas de trabajo, que era solo curiosidad. Que otra vez que me cepille a Paula Reyes, la avisara, que vive al lado y un trio así no estaría nada mal y, de paso, buscaríamos juntos los calzoncillos que perdí. Que cómo se me ocurría acudir a una cita sin calzoncillos y oliendo a sexo femenino.
Me imaginé la situación, los tres retozando en la enorme cama de Paula, y se me puso dura; tanto que Lucía notó el bulto y apartó la sabana para ver mi erección.
– ¿Quieres que te la chupe?
– Sí, por favor, lo haces como nadie.
– Pues dúchate, guarro, que aún hueles al perfume de esa cerda.
Me levanté a toda velocidad y me metí en la ducha todo empalmado. Cuando regresé a la habitación, me estaba esperando sentada en la cama, ya se había quitado la camiseta. Me acerqué a ella y me la chupó dulcemente, su lengua era cálida y húmeda, tanto como su coño que ya estaba empapando la sábana.
La estiré sobre la cama para hacer el amor con ella. Así estuvimos toda la mañana, haciendo el amor o mejor dicho, follando como animales en época de apareamiento.
A mediodía se volvió a duchar y se vistió con la misma ropa que traía puesta; eso me gustaba mucho: ver como salían de mi casa tal como entraban, con la misma ropa impregnada del humo de tabaco de los bares.
– Esta vez te llamaré yo, que ya tengo tu teléfono.
Me dio un beso y se marchó. Salí al balcón para ver como se alejaba y pude ver a todos los borrachos del bar Manolo en la calle, mirándole el culo y diciéndole barbaridades. Ella simplemente sonrió y les dijo adiós con la mano.
Esa chica tenía mucha clase y no podía ocultarla por mucha ropa heavy que se pusiera.
Me senté en el sofá y descolgué el teléfono. Llamé a la oficina y les dije que pasaría por la tarde con las novedades. Esta vez se puso al teléfono el rancio de Alfredo Gutiérrez; yo esperaba oír la dulce voz de Samanta para decirle una barbaridad pero el bigotudo me cortó el rollo.
Después llamé a Paula Reyes y quedé con ella en una cafetería en territorio neutral para contarle toda la verdad, quería tranquilizarla, seguro que estaba de los nervios.
A las tres de la tarde Paula entró en la cafetería. Parecía una señora de Pedralbes: vestía con traje chaqueta y llevaba unas enormes gafas de sol que le tapaban media cara. La vi entrar desde la barra, pasó por mi lado y me hizo un gesto para que la siguiese.
Nos sentamos en una mesa apartada. Pedimos dos cafés y se sacó las gafas, tenía los ojos rojos de llorar y uno de ellos estaba morado debido a la paliza de su novio.
– Está bien. ¿Quién eres y qué pretendes?
– Me llamo Max, como ya sabes, y no soy vecino tuyo.
No fue casualidad que pasase por delante de tu casa, llevaba cuatro días vigilando.
– Eres detective privado y el cabrón de Alberto Duarte te paga para que me sigas, ¿verdad?
– No soy detective, soy fotógrafo y trabajo para una importante revista; me pasaron estos informes para que te investigara.
Saqué la carpeta y se la di, la abrió y se quedó de piedra al descubrir el pasado de Alberto Duarte.
– No sabía nada de todo esto, ¡qué canallas y qué mal nacidos! Maldita familia.
Siguió leyendo con mucho interés. Cuando terminó, cerró la carpeta y la dejó encima de la mesa.
– Quédatela – dije -. Todavía no he hablado con mi jefe, puedes estar tranquila, solo falta una foto tuya, me la quedo como recuerdo.
Permaneció callada durante más de un minuto, pensando mientras bebía café y se fumaba un cigarrillo.
– ¿Qué le dirás a tu jefe?, ¿se lo contarás todo?
– Le contaré la verdad: que te has comprado esta casa para huir de la prensa de Madrid. Mientras te vigilé solo recibiste la visita de algún que otro actor y director de cine, ni rastro de Alberto Duarte, y que no te importaba que te viesen por la calle del brazo de un hombre que parecía tu novio, que le besabas delante de todo el mundo y parecías feliz con él. Que la única relación que tienes con Alberto Duarte es la transacción al comprar la casa ya que él era el antiguo propietario.
– Gracias, Max, no sé cómo agradecértelo, de veras.
– Mira, Paula, en un primer momento pensé en publicar todas las fotos de la agresión. Mientras te sodomizaba, era consciente que solo lo hacías para comprar mi silencio. Después me sentí fatal, yo no soy así. Tú sacaste lo peor de mí y quería hacerte más daño del puramente físico, no me conformaba con darte por culo en tu propia casa.
Pero después te vi tan indefensa y tan sincera que me apiadé de ti. Me trataste con cariño y me gustó. Pensé que no valía la pena arruinar la carrera de una magnífica actriz por un arrebato de pasión mal entendida.
Y ahora, ¿qué vas a hacer?, ¿te volverás a Madrid o seguirás aguantando a ese maltratador niño de papá?
– Me iré unos días a Londres, dicen que hay buenos médicos y pienso abortar. Quiero romper toda relación con esta familia de fachas pero no quiero deshacerme de la casa, la conservaré, me gusta, la zona es muy buena y así joderé un poco más a los Duarte. De vez en cuando vendré a descansar. He guardado tu número de teléfono por si acaso, así que quién sabe si algún día nos volvemos a ver.
Me alegró oírla, parecía esperanzada aunque triste por todo lo ocurrido. La vi decidida a todo con tal de empezar de cero y olvidar para siempre a los Duarte.
Me levanté de la mesa y me cogió de la mano, se levantó y me dio un beso, un beso como los que da en sus películas.
– Adiós, Max, y gracias por todo. Quizás algún día te llame.
– Adiós, Paula, hazlo cuando vengas por aquí, estaré encantado de verte.
Me alejé de la cafetería con la sensación de haber hecho lo que debía, me sentí mejor persona.
– ¿Qué me traes, Max?, ¿has hecho fotos comprometedoras?
– Alfredo, esta vez tus fuentes no han dado una.
– ¿Qué me dices, muchacho? Entra en mi despacho y cuéntame.
Le conté lo que le prometí a Paula y le di unas cuantas fotos de ella en la ventana fumando. No se quedó muy contento pero era lo que había, o eso o nada.
Nunca llegaron a publicarse las fotos, no tenían ningún valor periodístico ni morbo alguno.
Al salir del despacho de Alfredo vi a Samanta saludándome desde su mesa, sonriendo de oreja a oreja como siempre pero esta vez no me acerqué a pelar la pava, le saludé con la mano y me marché. Me apetecía estar solo y poner en orden mis ideas, estos últimos días habían sido muy intensos y tenía que asimilarlos.
Una montaña rusa de emociones, sensaciones y sentimientos que eran difíciles de digerir.