
SAMANTA
Al día siguiente, me desperté esperando encontrar el cuerpecito de Isabel desnudo a mi lado, pensando que aún estaba en el camping. El cerebro a veces te juega estas malas pasadas, también me vino a la cabeza que no llamé a Neus ni una sola vez, ni a Samanta para ver cómo estaba. Era normal. Casi me desconecté por completo de mi vida rutinaria al disfrutar libremente de mis vacaciones. Solo pensé un poquito en mis problemas pero nada de la gente que me hace favores. Que egoísta soy – pensé -. Bueno, estoy a tiempo de pedir disculpas y de agradecer, en lo posible lo que hacen por mí.
¡Qué calor más insoportable hace en la ciudad! Con lo bien que estaba yo en la playa con esas tres mujeres para mí solito. Y ahora aquí estoy; más solo que la una. Se me ponía dura solo de recordar algunas de las cosas que hice y que me hicieron. Ese mes de mayo de mil novecientos ochenta y uno no lo olvidaré jamás en la vida. No digo que alguna vez no he vuelto a vivir algo parecido pero nunca igual; la primera vez siempre será la primera vez.
También recordaré ese mes por un suceso que viví junto a Samanta.
Miré por el balcón y no vi a Neus, se habrá ido unos días, pensé. Decidí llamar a Samanta pero pensé que sería mejor acercarme a la editorial y tomarme un café con ella para charlar tranquilamente y pedirle disculpas. Desayuné en el bar Ramón.
– Hombre, el desaparecido, pero ¿se puede saber dónde coño te has metido todos estos días?
– De vacaciones, Manolo. Que ya tocaba.
– Estás en los huesos, muchacho. No me extraña, seguro que te has ido con tu novia y no te ha dejado ni a sol ni a sombra. ¡Cómo son estas mozas de hoy en día!
La clientela reía y asentía con la cabeza. Me terminé el bocadillo de bacón y la cerveza. Después, el carajillo de ron, como marcan los cánones.
– Cóbrate, Manolo, que me piro.
– Está bien, Max, y a ver cuándo te traes por aquí a tu novia.
– ¿Para que le hagáis una radiografía del culo? Paso.
La parroquia se alborotó y me marché mientras oía como los borrachos hablaban maravillas del culo de Lucía, haciendo gestos obscenos.
La madre que los parió, ¡qué poca vergüenza tiene los borrachos! Siempre dicen lo que les da la gana delante de quien sea. Se la pela todo.
Me senté en la terraza del Minotauro y me tomé una cerveza mientras escribía una nota para Samanta. Cuando llegué a la redacción, se la entregué al conserje para que se la diera.
“¡Buenos días, preciosa!
Ya he vuelto. Sé que ahora sales a desayunar.
Tengo ganas de ver ese pedazo de cuerpo que tienes.
Estos días sin ti han sido interminables.
Te echo de menos.
Estoy en el Zúrich esperándote.
Soy Max, por si no lo tenías claro”.
Me senté en la terraza del y pedí otra cerveza, ya la tercera de la mañana sin contar el carajillo. Iba medio fino.
La vi aparecer por la esquina, pasaba por detrás de la estación de metro y solo se le veía de cintura para arriba. Sus pechos estaban igual de bonitos y volví a imaginarme con la cabeza entre ellos y respirando su olor a melón maduro. Llevaba una blusa blanca, y como siempre con dos botones desabrochados, justo para dejar ver el canalillo y parte de sus preciosos pechos. Por fin pasó la estación y la vi de cuerpo entero. Llevaba una falda de tubo de color negro por encima de las rodillas y unos zapatos de tacón también negros. Es un pedazo de mujer, pensé. Me vio y sonrió de oreja a oreja, como siempre hacia cuando me veía. Me levanté para darle un abrazo y dos besos.
– ¿Ya estás aquí, canalla? Que delgado estás. A saber lo que habrás hecho para estar así… Que guapo estás tan moreno.
– Tú estás igual, Samanta: guapísima y espectacular. No sé qué comes para tener ese cuerpazo tan potente.
– Calla, tonto. Eso es que me miras con buenos ojos.
– Pues serán los mismos ojos de los cuatro que iban detrás de ti mirándote ese potente culo que tienes.
– ¿Qué tal te han ido las vacaciones, morenazo?
– Pues muy tranquilas: todo el día tomando el sol y durmiendo. Lo necesitaba.
– ¿Seguro? Me parece a mí que algo habrás estado haciendo, a parte de tomar el sol y dormir, para perder tanto peso. Alguna chica, seguro.
– No seas mal pensada, cariño. No siempre uno tiene éxito.
– Pues bien tontas serán en ese sitio que has estado, porque si te pillo yo a solas en la playa vuelves mucho más delgado.
– Eso lo dices ahora pero, como siempre, es solo boquilla. Jamelga que eres una jamelga.
– Eso te lo digo ahora porque es la primera vez que nos vemos fuera de la oficina. Aquí no soy la secretaria del jefe. Aquí soy Samanta García y no estoy de broma, Max.
– ¿Eso quiere decir que aceptarás cenar conmigo el viernes? – Eso quiere decir que el viernes trabajo hasta tarde y estaré solita en la redacción. Tú vendrás a buscarme y me tratarás como a una reina, como me dijiste un día. Por fin me invitarás a cenar, pensaba que nunca lo harías.
– Sí lo haré, que ya va siendo hora. Me alegra verte fuera del trabajo y hablar en serio contigo, que siempre lo hacemos en broma y no sé hasta qué punto bromeas o no.
– Siempre te digo las cosas en broma pero las pienso en serio. En la oficina no quiero parecer una fresca como tus amigas aunque lo sea, incluso más.
– No digas eso, Samanta. A ti no te veo como a una de las frescas con las que suelo ir.
– Pues empieza a verme así. Que fresca como ellas igual no lo seré, pero te tengo unas ganas que ni te lo imaginas.
– Pues no tantas como las que te tengo yo a ti, pedazo de jaca. ¿Qué te pasó que no estabas el último día que me pasé por aquí? Alfredo me dijo que estabas triste.
– Nada importante, rollos de familia, y no estaba triste, eso son cosas de Alfredo que no se entera de nada. Bueno, guapo, tengo que subir ya, que me deben extrañar ¿Vendrás entonces el viernes a buscarme?
– Sí, a las ocho, ¿te va bien?
– Me va fenomenal – se levantó y me dio un beso en la mejilla –.
Vi como se alejaba contoneándose. Estaba para comérselo todo., Quizás el viernes lo consiga por fin, pensé.
Nunca me planteé atacar a Samanta pero, ya que había sido ella la que se había lanzado, tendría que aprovechar la ocasión. Siempre me ponía muy cachondo con sus insinuaciones pero cuando daba un paso adelante ella me cortaba diciendo que era broma. Esta vez el paso lo había dado ella y, si todo iba bien, no habría bromas que valieran.
Volví a casa dando un paseo por Las Ramblas. Hacía un buen día pero muy caluroso. Hice unas paradas más en un par de bares para remojarme el gaznate. Veía la ciudad de diferente manera. Las vacaciones me habían sentado muy bien, me notaba con las baterías cargadas.
Llegué a casa y estaba como la había dejado hacía casi un mes; las persianas seguían bajadas. Por la noche cuando llegué, no hice nada; ni siquiera deshice la bolsa.
Hacía poco que tenía contestador automático y nunca le hacía caso, se me amontonaban mensajes de trabajo y después quedaba fatal. Me estiré en el sofá y me puse a escuchar los mensajes acumulados.
La casa de Neus seguía a oscuras.
– ¡Beep! Hola, Max. Soy Alfredo. Llámame cuando puedas.
– ¡Beep! Max, soy María. Nada que estoy por Barcelona. Otra vez será.
– ¡Beep! Max, soy Antonio de Arpi. Ya tienes los carretes que trajiste.
– ¡Beep! Cariño, soy Lucía, mis padres se han ido de vacaciones y estoy sola en casa. Llámame.
– ¡Beep! Tío bueno, soy Samanta. El jefe te quiere ver.
– ¡Beep! Hola, Max. Soy Neus, tu vecina de enfrente. He tenido que irme al pueblo, estaré fuera unos días. Espero que no necesites las llaves. Nos vemos a la vuelta. Un beso vecino.
– ¡Beep! Hola, cielo. Soy Nina. Veo que no estás. Pues nada, que tenía ganas de oír tu voz.
Solía pasarme y sigue pasándome que recuerdo a las personas pero no el tono de sus voces. Es increíble que no reconociera ninguna. Era una sensación extraña oír una voz y tenerla que asociar a un recuerdo que no coincide con ella. La mente hace estas cosas. Descolgué el teléfono y marqué.
– Residencia de los señores Montesquieu. Dígame.
– Lucía Montesquieu, por favor.
– Un momento, señor. No cuelgue.
– Sí, dígame.
– Hola, guapa, ¿sabes quién soy?
– Eres el chico malo que desaparece casi un mes y que me comería a bocados ahora mismo.
– Ese soy yo. ¿Estás solita, preciosa?
– Estoy sola y aburrida. ¿Quieres venir?
– Claro que quiero pero, la que ha contestado al teléfono ¿también estará?
– Tranquilo, le daré el día libre. Vente ya, que tenemos la casa para nosotros solos.
Solo tardé lo que uno tarda en ducharse a fondo, cambiarse de ropa y pillar un taxi.
– A la avenida Dixon con Acacia, por favor.
Pasé por delante de la casa de Paula. Parecía cerrada y vacía, estaría en Londres. ¿Cómo estará la familia Duarte? Me pregunté: ¿cómo habrá reaccionado el heredero Duarte ante la decisión de Paula? También me imaginé cómo sería la reacción de Javier Duarte, si se enterase de que le follé el culo a su novia llevando un hijo suyo dentro. Si se entera seguro que me mata, esta gentuza no se anda por las ramas. Están acostumbrados a hacer y deshacer a su antojo, para ellos el resto de la humanidad solo somos simples marionetas que creen manejar a su antojo. Nada más lejos de la realidad. Paula no se dejó dominar por esa familia de fachas y tomó las riendas de su vida. Algo que yo tendría que aprender a hacer. Últimamente solo me dejaba llevar por los acontecimientos sin tomar ninguna decisión. Solo dejaba pasar los días sin hacer nada de provecho.
Esa forma de tomarse la vida era algo muy común entre los jóvenes de mi generación y de mi entorno obrero. No era una época para plantearse un futuro seguro. Todo parecía cambiar demasiado rápido y bastante era poder seguir el ritmo sin quedarse descolgado.
Llegué al cruce donde quedé con Lucía la última vez y no estaba, así que me encendí un cigarro para esperarla.
Apareció por la esquina y me quedé de piedra. ¡Madre del amor hermoso!, eso era estilo y clase. Estar tantos días en la playa viendo chicas vestidas de manera informal hizo que me olvidase de la clase y la elegancia de Lucía. Me recordó a la primera vez que la vi en el cine Padró.
– Hola, Max. Que guapo estás tan moreno y tan delgadito ¿Qué te ha pasado?, ¿No has comido?
– Hola, Lucía. Tú sí que estás guapa y elegante. Esperaba verte con vaqueros y una camiseta heavy como la última vez.
– Quería darte una sorpresa y aparecer vestida de forma parecida a cuando me conociste ¿Te gusta?
– Me encanta. Estás realmente espectacular. Siento que no estoy a la altura.
– Eso es lo que pretendía: traer la realidad a mí casa en vez de bajar yo a la realidad como siempre hago y, de paso, tratarte como a un príncipe para que veas cómo vivimos los burgueses.
– ¿Me follaré a una rica heredera de la burguesía catalana?
– Eso parece. ¿No te excita la idea?
– Supongo que tanto como a ti venir por mis barrios a follarte a los representantes de la clase obrera.
Entramos por una puerta de metal enorme y aparecimos en un gigantesco jardín con un montón de acacias. Supongo que el nombre de la calle tendría algo que ver con el asunto; era un jardín con influencias versallescas: Fuentes, estanques con peces, bancos para sentarse a la sombra de las acacias… Parecía más un parque público parisino que un jardín privado barcelonés. Al entrar en la casa me sentí más pobre de lo que era. Aquello más que una casa era un palacio.
En mi familia siempre se dijo qué según que fortunas era imposibles hacerlas trabajando, solo se podían conseguir robando. Pensé que aquello no lo habían ganado trabajando de sol a sol con la única ayuda de sus manos. Salió mi vena más proletaria y pensé en todo lo que esa familia habría robado para llevar aquel tren de vida y acumular tanta riqueza.
– Sígueme. Max, – me dijo mientras subía por las enormes escaleras que llegaban a la segunda planta –.
Al ver su culo contonearse, se me quitó de la cabeza cualquier idea bolchevique y revolucionaria. Siempre he sido así de fácil. Me mueve más el sexo que los ideales. En una tribu de guerreras amazonas seguro que yo sería un esclavo y encima seria la mar de feliz.
– Esta es la zona que más habitamos. El resto de la casa es más un museo que un agradable hogar. Mis padres son así de idiotas.
Fuimos a parar a un enorme salón con grandes ventanales que daban al jardín. Una enorme chimenea presidía la estancia, había sofás por todas partes. Parecía un club social londinense.
– Aquí es donde mis padres reciben a sus visitas. Yo apenas ando por aquí.
Me llevó a otra sala igual de grande pero más moderna y funcional.
– Esta sala la decoré yo, ¿verdad que es mucho más confortable?
– Es tan elegante y distinguida como tú.
– Que borde eres, Max. Si no te gusta, no te enseño más.
– No te enfades, Lucía. Era solo una broma.
– Ven, que te enseño mi habitación.
Era una habitación enorme, era más grande que toda mi casa. Tenía espejos por todas partes y dos grandes ventanales que daban al jardín trasero; una grandísima cama con dosel, baño propio, con una enorme bañera; y hasta un sofá con una enorme televisión delante. Más que una habitación parecía un apartamento de lujo. Estaba decorada con mucho gusto. Incluso el dosel de la cama no desentonaba, era del mismo color que el resto de tapizados del mobiliario.
– ¿Está eres tú? Una bonita foto con una bella modelo.
– Gracias, Max. Sí, soy yo. Es de hace un par de años. ¿Te gusta mi habitación?
– Sí, me gusta mucho. No me la imaginaba así. Pensé que sería más infantil.
– Seguro que te esperabas un montón de peluches.
– Sí, toda esa enorme cama llena de peluches y tú desnuda frotándote con ellos.
– Pues a partir de ahora tendrás que fantasear con lo que ves y no con lo que te imaginas, depravado.
– Espero recordar más que fantasear.
– Recordarás, Max. Recordarás.
Me cogió de la mano y me llevó a un comedor con una mesa enorme, ya preparada para la cena, con dos servicios y un candelabro con velas. Al lado de la mesa, sobre un pedestal, una cubitera con una botella de Moët & Chandon lista para servir.
– Lucía, ¿lo has preparado tú?
– Por supuesto. Hoy cenamos en casa, la tenemos toda para nosotros solos hasta el viernes. Le he dado fiesta a la chica del servicio. No nos molestará nadie, si te apetece, claro.
– No me lo esperaba, no he traído ropa.
– No la vas a necesitar, Max.
Sacó de la cocina una gran bandeja de marisco, y un par de copas para servirnos el champán. Sí, champán. En aquella época se llamaba así. Aun no existía la denominación de origen cava y además al ser francés, estaba bien dicho.
Era como estar en una película de los años treinta: una gran mansión, una gran cena y una espectacular, bellísima y elegante chica como anfitriona.
Esto es entrar con buen pie de nuevo en la ciudad. A partir de ahora solo me pueden ir las cosas a mejor, lo presiento. – Pensé -.
Lucía alzó su copa y me miró con sus preciosos ojos.
– Por nosotros, Max.
– Por nosotros, Lucía. ¿Quieres casarte conmigo?
– ¡Jajajaja! ¡Qué cabrón eres!
Me senté frente a ella, de cara a un cuadro enorme de estilo clásico. Eran sus padres que me miraban fijamente a los ojos. Los señores Montesquieu eran testigos mudos de la profanación de su templo de corrupción.
Yo, un miembro de la clase obrera, heredero de los ideales del movimiento revolucionario anarquista barcelonés, tomaba posesión de sus propiedades más queridas: Una era su lujoso y ostentoso hogar; la otra, su amada y querida hija, la niña de sus ojos que, para mí y en su propia casa, se iba a comportar como una auténtica zorra.
Terminamos de cenar. Lucía apartó con delicadeza mi plato y mi copa. Se estiró encima de aquella gran mesa de maderas nobles poniendo sus pies a la altura de mi cara. Le quité sus carísimos zapatos y los lancé con fuerza hacia la zona oscura de la estancia. Acaricié sus medias negras de seda, recorrí sus piernas hasta que llegué a medio muslo, la agarré con fuerza de los tobillos y tiré de ella hasta que su culo quedó justo donde antes estaba mi plato. Le subí la falda y le quité la braguitas, la cogí de las nalgas y acerqué mi cara a su entrepierna. Me disponía a comerme los postres más calientes que jamás he probado.
– Señores Montesquieu, va por ustedes. – Dije levantado la vista al cuadro familiar –.
Lucía se retorció de placer y apretó con fuerza mi cabeza con sus muslos. Me cogió del pelo y hundió más mi cara en su entrepierna. Casi no podía respirar pero me gustaba, su sexo olía a gloria, a venganza, a triunfo. Mi lengua recorría cada milímetro de su burgués coño.
– Come, cabrón. Comételo todo.
– No dejaré ni una miga en el plato, señorita Montequieu.
No estuve ni dos minutos con mi lengua en su coño y se me corrió en la cara. Estaba excitadísima desde el primer momento que nos vimos pero quería aguantar hasta después de la cena. Quería ofrecerme un banquete y unos postres dignos de la más alta burguesía catalana.
– Abre otra botella de champán. Voy a llenar la bañera.
No tenía ni idea de champán así que busqué una con nombre francés y que pareciese muy cara. Abrí una de Veuve Clicquot, tenía buena pinta.
Con la botella en una mano, las dos copas en la otra y la polla bien dura después de comerme aquel magnífico y calentito postre, me dirigí a la habitación de Lucía. La oí en el baño y me senté en el sofá a esperar que saliera. Llené las dos copas; al llevarme la mía a los labios la vi aparecer por la puerta. Llevaba una bata de seda blanca al más puro estilo Lauren Bacall, se acercó a mí y cogió su copa. Brindó conmigo y dejó caer su bata al suelo, se deslizó por su suave piel dejando ver su maravilloso cuerpo, solo llevaba las medias y el liguero. Yo permanecía sentado en el sofá. Sin levantarme, la dejé totalmente desnuda y lista para meterla en la bañera.
Yo cogí la botella, ella las copas y entramos en el baño. La enorme bañera estaba llena de espuma, olía a esencia de jazmín. Me senté en una silla al lado de la bañera para observar cómo Lucía se metía en el agua muy lentamente; primero un pie, después el otro, se puso de rodillas dentro del agua y me bajó la cremallera de la bragueta, sacó mi polla y se la metió en la boca.
Me desnudé como pude mientras me la chupaba porque no había manera humana de que me la soltase. Parecía poseída, me la devoraba como si no existiese un mañana. Por fin pude entrar en la bañera, pero tuve que quedarme de pie un rato más, mientras Lucía disfrutaba casi tanto como yo. Noté que tenía una mano sumergida en el agua, se estaba masturbando. Conseguí sacársela de la boca, entrar en la bañera y ponerla en pie dándome la espalda. Se inclinó hacia delante apoyando las dos manos en la pared. Apoyó un pie en el borde de la bañera y se la introduje con mucha delicadeza. El jabón ayudaba a que la penetración fuese de lo más suave.
La agarré fuertemente de la cintura y embestí con fuerza. Al principio jadeó y gritó un poco pero después se relajó. Cogió las copas y bebimos sin dejar de follar. Nos acabamos la botella. Yo estaba a punto de correrme. Ella, al notar cómo se hinchaba mi polla, y ver que gemía con más fuerza, se separó y se giró de cara a mí. Me la embadurnó de jabón y me la masajeó. Hizo que me sentase para poder ponerse encima de mí. Me cogió la polla y se la metió hasta el fondo. Esta vez con más decisión. Se acabó la suavidad, estaba decidida a que me corriese rápido. Subía y bajaba dándome fuertes golpes de culo. El agua se salía de los bordes de la bañera con las olas que formábamos en nuestra frenética recta final. La llegada a la meta estaba próxima. Lucía se quedó sentada encima de mí. Le gustaba tenerla dentro después de correrme y notar cómo se iba deshinchando poco a poco. Estuvimos un rato manoseándonos y enjabonándonos. El tacto era muy suave y el olor a jazmín me embriagaba. Cerré los ojos y disfruté del tacto de su piel mientras dejaba volar la imaginación. Me imaginé que estaba en un baño árabe con una concubina en la Edad Media. Sus dedos me acariciaban lentamente, estaba tan relajado que casi me quedé dormido.
Entonces supe cómo se sentían las personas ricas. Aunque dudo mucho que la mayoría de ellos disfrutasen tanto como yo de aquel lujoso cuarto de baño.
Salimos de la bañera. Lucía me dio una toalla que olía como ella; me la puse en la nariz y aspiré para que me entrase el aroma, después aguanté la respiración para disfrutar del momento.
– Huele a ti, Lucía: a tu cuerpo desnudo, a tu suave piel. Me encanta.
– Esa sensibilidad tuya la desconocía, Max. ¿Te estás enamorando de mí?
– Es muy fácil enamorarse de ti, preciosa, pero yo soy de proceso lento. No me dejo llevar por las primeras emociones que despierta la buena compañía y el buen sexo.
– Eres de los míos entonces. Es lo que me gusta de ti. Me habías hecho dudar.
– Tranquila, preciosa. Cuando estoy enamorado, se me nota mucho. Si llegásemos a ese punto, lo notarías.
– Creo que te estás enamorando más de la buena vida que de mí.
En eso llevaba razón. A la buena vida y al lujo es muy fácil acostumbrarse, y yo no iba ser menos. Era la primera vez que podía disfrutar de esos privilegios que solo unos pocos tenían.
Hacer el amor con Lucía en su lujosa cama y quedarme a dormir con ella fue algo que no me esperaba, y que me gustó más de lo que me pensaba. Sabía que era algo ocasional y que tenía que aprovechar al máximo, ya que la vida solo me ofrecía unos pocos días para vivir como un auténtico burgués en compañía de una bellísima y atenta mujer. “No te enamores, Max”, me dije. Todo aquello no estaba hecho para mí. Yo no había nacido para ello. Mi vida iba por otro camino. La suerte últimamente me estaba tratando muy bien pero esas rachas duran bien poco. Tenía que disfrutar y no pensar demasiado. Los señores Montesquieu volverían a tomar posesión de sus propiedades y yo regresaría a mi humilde vida. Vivía en el Barrio Chino. No pertenecía a esa clase social. Todo aquello no era más que un espejismo y no quería acostumbrarme a él.
Me desperté después de soñar que tenía una vida segura y sin preocupaciones, que todo era real y para siempre y, claro está, con la polla bien dura como cada mañana. Lucía se aferró a ella y allí mismo, en su habitación y en su cama, se despachó a gusto de lo que ella decía que era la realidad llevada a su cama. Toda una comodidad: No tenía que bajar a los barrios bajos en busca de ella. Aquella mañana, esa realidad, la tenía en su mano y bien dura.
Hicimos el amor en una cama que solo se ve en las películas. La casa de Paula Reyes estaba en la misma zona pero no tenía nada que ver con la de Lucía Montesquieu. Paula era actriz, Lucía era una rica heredera y se le notaba en la educación.
Desayunamos comida sana: fruta, zumos naturales, cereales… Nada que ver con uno de los pocos lujos que yo podía permitirme: un bocata, una cerveza y un carajillo en el bar Ramón. Lo que yo llamaba el desayuno de los campeones.
Entre tanto lujo y atenciones, llegué a sentirme como un caballo domado, como un tigre enjaulado, y no como un lobo salvaje. Todo se me hacía demasiado extraño y tuve que salir de allí.
Le dije a Lucía que tenía cosas que hacer pero que nos veríamos por la noche; a ella le pareció bien y se quedó haciendo sus cosas.
– Pórtate bien, Max. Que te conozco. Quiero disfrutar de ti esta noche y no quiero excusas.
– Yo siempre me porto bien, Lucía.
– Tú ya me entiendes, golfo.
– Te entiendo, preciosa. No podría portarme mal aunque quisiera. Has sacado de mí todo lo que se me puede sacar. Estoy vacío y más manso que un corderito.
Así pasamos todos los días hasta que volvieron sus padres. Algún día se vino conmigo porque nos apetecía a los dos: Íbamos de cervezas por las terrazas y se quedaba a dormir en mi casa. Parecía más a gusto por mi barrio que por el suyo. A esta chica le quedaba bien poco de vivir con sus padres. Pronto se emanciparía y viviría la vida que quería y buscaba, follándose a personas como yo. Lo que ella llamaba y creía que era la realidad, la que buscaba en los lavabos de los apestosos cines del casco antiguo de la ciudad.
Era viernes y hacía un día soleado. Me desperté pensando en Samanta y en nuestra cita. Salí de mi habitación desperezándome, estirando los brazos y bostezando como siempre, desnudo y con la polla tiesa. Tuve una especie de dejavú. Después de frotarme los ojos, vi una forma humana difuminada frente a mí, al recuperar la visión, pude ver a Neus en su balcón mirándome.
– Buenos días, vecino. Veo que te has despertado contento.
Volví a entrar en mi habitación, me puse los pantalones cortos negros del ex de Sandra y volví a salir.
– Al final me acostumbraré a tener estas visiones matutinas.
– Lo siento, pensaba que no estabas.
– No te preocupes, está empezando a gustarme verte tan animado de buena mañana. Estás más delgado y muy moreno. Estás guapísimo.
– Gracias, Neus. Tú, estás preciosa como todas las mañanas.
– ¿Qué tal tus vacaciones, Max?
– Muy bien. He podido descansar, que era lo que necesitaba. Y a ti por el pueblo ¿qué tal?
– Pues como siempre. La gente de siempre y las cosas de siempre. Ninguna sorpresa digna de contar. Cuando quieras ven a por tus llaves.
– Después subo a tu casa.
– Si vienes a las dos, te invito a comer.
– Allí estaré a las dos.
Bajé a la calle y desayuné en el bar Ramón. Me pasé por la tienda de fotografía a recoger las fotos que me tenían preparadas desde hacía días. Mientras me tomaba una cerveza en una terraza de la Plaza del Pi, pensé en Neus y me replanteé mi estrategia. Empezaba a tener más confianza con ella y no me parecía bien aprovecharme de ella con información conseguida ilícitamente. Decidí romper las fotos que hice de sus cosas. No estaba bien engañar a una buena chica como ella.
– Entra, Max. La mesa ya está preparada.
Una bonita mesa preparada con mucho cariño, unas pequeñas flores la adornaba.
– Siéntate, que sirvo la comida.
Comida vegetariana o algo sano, seguro”, pensé.
– ¿Te gusta el conejo con caracoles?
– Me gusta mucho, pero ¿tú comes estas cosas? Pensaba que eras vegetariana o algo parecido.
– ¡Jajaja! no soy vegetariana ni nada parecido. Los seres humanos somos omnívoros desde el principio de los tiempos. La naturaleza es sabía y no tenemos que ir en su contra con falsas doctrinas o dietas.
– Me sorprende tu reflexión y me alegra. No me apetecía un plato de arroz salvaje con tofu.
– De todas maneras lo he traído del pueblo. Mi madre siempre me prepara comida para llevar. Según ella no tengo ni idea de cocinar. Dice que si no aprendo no me casaré nunca.
– Veo que tu madre es una mujer muy moderna.
– Modernísima, como todas las mujeres de mi pueblo. Incluso algunas de mi edad piensan igual. Por suerte yo no soy así de antigua.
La comida estaba buenísima y la compañía muy agradable. Hablamos de muchas cosas con tranquilidad. La casa de Neus era como un remanso de paz en medio de todo aquel caos que era el Barrio Chino.
Me asomé al balcón y observé mi casa desde allí: Se veía todo, más de lo que me imaginaba. Era fácil ver el sofá donde me tiraba para ver disimuladamente cómo Neus hacía sus cosas; se veía perfectamente. Me sentí ridículo.
– ¿Te molesta que te mire cuando haces yoga?
– No me molesta. Me hace gracia verte espiándome mientras te haces el dormido en el sofá.
– Que vergüenza. Pensarás que soy un atrevido.
– Sé que eres un atrevido pero no porque me espíes. Ya has visto que desde aquí se ve casi toda tu casa. Te he visto con alguna chica y tu comportamiento no es el de un santo. También te diré que, después de ver lo que les haces, me cuesta bastante conciliar el sueño. No te preocupes, a mí no me importa. Sé que eres buena persona y no haces las cosas con maldad, sino por curiosidad infantil y eso me gusta.
– ¿Te cuesta dormir?
– Sí, Max. Veo que te quedas con lo que quieres oír.
Se levantó, me puso las manos en los hombros y empezó a masajearme.
– Estás tenso, espero que no sea por lo que te he dicho ¿Quieres que te haga un masaje?
– Me encantaría.
– Pero solo un masaje. No esperes nada más que sé como eres.
– A ver, según tú, ¿cómo soy?
– No te conozco mucho pero, por lo que he visto y oído, creo que eres un golfo, simpático y dulce, pero un golfo y de los peores. De los que te hacen mucho daño si te enamoras de ellos.
No supe qué decir. En el fondo tenía razón. Decidí no decir nada.
– El que calla otorga. No te preocupes, que me caes bien y no te lo tengo en cuenta. Anda, quítate la camiseta y túmbate boca abajo en la camilla. Si te excitas, y sé que lo harás, no quiero que te des la vuelta; con verte empalmado por las mañanas ya tengo suficiente.
Puso música oriental, encendió una barra de incienso nepalí y se embadurnó las manos con un aceite que olía muy bien. Posó sus manos sobre mí y me estremecí. Que manos más suaves y calientes, que delicia. Estaba viviendo lo que hacía días quería vivir. Me tomé su masaje como si fuesen caricias y, como dijo ella, me empalmé. Era normal al notar unas manos como las suyas tocando mi cuerpo. A cualquiera le pasaría.
– ¿Te gusta, Max?
– Me encanta, Neus. Podría estar así todo el día.
– ¿Así de relajado o así de empalmado?
– ¿Lo has notado?
– No, solo me lo imaginaba pero con tu pregunta me lo has confirmado.
– Muy lista. ¿Te molesta?
– En absoluto. Me gusta saber que estas manos no solo sirven para dar masajes terapéuticos. Me gusta sentir la excitación de los hombres cuando los estoy tocando.
– ¿Te excita?
– He dicho que me gusta, no que me excite. Por muy delgadito, moreno y guapo que estés, golfo.
– ¡Qué lastima! Ahora lo que me apetece es darme la vuelta y hacer el amor contigo.
– Lo sé pero eso no va a ser posible. De momento confórmate con sentir mis manos en tu espalda.
– ¿De momento?
Se hizo el silencio, no contestó. Me estaba dejando llevar por la excitación y no iba a dar marcha atrás.
– La que calla otorga.
– La que calla no quiere meterse en líos. Tú eres un problema para cualquier mujer que busque el equilibrio emocional, eres pernicioso. Relájate y disfruta de lo único que vas a conseguir de mí.
– De momento.
– Sí, de momento. Puede que otro día te haga más masajes, pero solo eso.
– Así me gusta. Sentir tus manos sobre mi piel es mucho mejor que cualquier aventura sexual.
– ¿Ves cómo eres un zalamero? Tienes mucho peligro, guapo.
– El peligro lo tienes tú, Neus. Tus manos son una maravilla.
Terminó el masaje y me quedé un rato más en la camilla para que no me viese empalmado.
– Te vas a quedar dormido.
– No quiero que veas mi bulto, sabiendo que no tengo ninguna posibilidad contigo hace que me sienta aún más ridículo.
– Anda, cállate y no pienses en esas cosas. Somos vecinos y espero que lleguemos a ser buenos amigos. Lo que tenga que pasar pasará sin forzar nada.
– ¿Pasará?
– No pienses, Max. No pienses. A veces las cosas pasan sin más.
Igual me equivocaba pero me lo tomé como una buena señal. Dejó la puerta abierta a que algún día pasara algo y eso a mí ya me valía. Era una chica inteligente que sabía lo que quería pero no lo vi como un obstáculo. Pensé que torres mas altas habían caído.
– ¿Vas a salir esta noche, Neus?
– Lo más seguro, vienen a buscarme unas amigas, ¿y tú?
– Yo he quedado con una gente del trabajo.
Salí de su casa flotando, relajadísimo después del masaje. Fue lo único que me llevé de allí: el masaje, dos besos, un fuerte abrazo, mis llaves y una buena erección.
Subí a mi casa para ducharme y ponerme guapo. Esa noche me esperaba una cita que hacía tiempo quería tener. No sabía mucho de Samanta. Suponía que no tenía novio ni estaba casada, de ser así no podría venirse a cenar conmigo a no ser que engañase al susodicho. Eran las siete y media de la tarde y tenía que estar en Plaza Cataluña a las ocho, debía darme prisa. Subí por Ramblas: Las putas y los chulos ya campaban a sus anchas; los camellos y navajeros hacía horas que ya rondaban. Les esperaba un buen fin de semana con tanto guiri pululando por sus dominios. La sexta flota de la marina de los Estados Unidos estaba anclada en el puerto; esa noche los bares de alterne de la calle Escudellers y las putas de Las Ramblas iban a tener trabajo extra.
Llegué a la redacción con puntualidad británica. Allí estaba Samanta, sentada en su mesa recogiendo las cosas para salir.
– Aquí llega mi príncipe azul, puntual como un reloj.
Esta vez su sonrisa no era de oreja a oreja, tenía un punto de maldad que me gustó. Ella sabía cómo iba a terminar la noche y yo también, pero eso no hizo que dejásemos de bromear y flirtear como siempre.
– ¿Qué tal el día? ¿Has estado muy solita?
– Toda la tarde solita y cachonda pensando en ti.
– ¿Te has mojado las braguitas pensando en mí?
Eché en falta la voz de Alfredo dándome la bronca por alterar a su secretaria.
– Las braguitas y toda la silla. Como no me lleves a cenar a un sitio bien bonito, te quedas sin postre.
– ¿El postre es ese pastel de nata que tienes entre las piernas?
– Anda, cállate percebe, o te tiro la grapadora. ¿Te has pensado que soy una cualquiera?
Salimos de la redacción y bajamos por Ramblas hasta el puerto.
– ¿Piensas hacerme andar mucho? Estos tacones no son muy cómodos.
– Pero te quedan estupendos, te hacen unas piernas preciosas y el sonido que hacen al chocar contra el suelo, me pone muy cachondo.
Llegamos a la Barceloneta y nos sentamos en la terraza de Can Manel.
– ¿Te parece un buen sitio?, ¿tendré postres?
– De momento está todo perfecto, pero aún no ha terminado la noche. Aún la puedes cagar.
– No seas dura conmigo que no estoy acostumbrado a ir con mujeres como tú.
– Como yo, no, pero con mujeres sí, que eres lo peor.
– No te creas todo lo que se comenta de mí, mi corazón es solo tuyo.
– ¿Serás liante y embustero? ¿Te crees que las frescas a las que les haces portadas y pósters son mudas? Lo rajan todo, guapo, y me pongo muy celosa cuando las oigo.
– Ahora la lianta y embustera eres tú. El que debe de tener celos ahora mismo es tu novio esperándote en casa mientras estás pelando la pava conmigo.
– Pero, bueno, ¿y tú de dónde has sacado que yo tengo novio? A mí no me duran más de una semana; y te aseguro que si lo tuviese, lo dejaría por ti sin dudarlo ni un minuto.
– No sé si tomármelo como un cumplido.
– Tómatelo como lo que es, guapo; como la verdad.
Llegó la paella y la ensalada; la mejor cena en un día caluroso. Cayeron dos botellas de vino bien fresco y unos carajillos. La chica comía como una lima.
– La cena ha estado perfecta, Max. Todo muy rico, no me lo esperaba. Pensaba que me llevarías a cenar a un frankfurt.
– ¿Por quién me has tomado tú a mí, guapa?
– Perdona, voy al baño. Cuando vuelva quiero que sigas aquí, que veo que no le sacas el ojo de encima a la rubia teñida que está cenando sola.
Al volver Samanta, yo seguía en mi sitio y la peliteñida en el suyo. No me acerqué a ella pero la pude mirar con toda libertad: Estaba jodidamente buena; estaba para hacérsela de pie contra la pared del baño.
– Te he observado cuando ibas al baño y cuando volvías, ¿de verdad piensas dejarme esta noche sin probar esa maravilla de cuerpo que tienes, pedazo de jamelga?
– ¡Qué tonto eres Max! Este cuerpo es y será solo tuyo durante toda la noche y parte del fin de semana, si se tercia.
– ¡Camarero! Rápido la cuenta.
– ¡Jajaja! Tranquilo, ya he pagado la cena. Tú pagas las copas.
Hicimos un par de copas antes de entrar en el Magic. Me gustaba la música y el ambiente de ese local: Puro rock & roll y chicas guapas. Samanta no desentonaba para nada en el local, estaba tan maciza o más que las camareras. Los borrachos de la barra se la comían con los ojos. Yo me la comía a besos. Cerró el Magic y salimos a la calle. Faltaba poco para que amaneciera.
– ¿Me llevas a tu casa, Max? Me has puesto muy cachonda, cabrón.
– Paro un taxi y vamos para allá.
– Mejor pasamos antes por la redacción, he dejado allí la bolsa con mi ropa y cositas por si me llevabas a tu casa a pasar el fin de semana.
El taxi nos dejó delante mismo de la puerta de la redacción. Entramos en el portal y cogimos el ascensor. Solo cerrarse las puertas se me echó encima como una loba se lanza a la yugular de su presa. Parecía que había llegado el momento de consumar el acto que los dos llevábamos esperando desde hacía mucho tiempo. Cuando se abrieron las puertas del ascensor en la planta de la redacción, se separo de mí y salió como si nada hubiese ocurrido. Abrió la puerta y la seguí hasta el despacho del director. No le di tiempo ni a encender la lámpara de la mesa. Me abalancé sobre ella y la tiré encima de la mesa. Torpemente intentaba desnudarla mientras ella hacía lo mismo conmigo. Apenas pudo quitarme la camiseta, bajarme los pantalones y los calzoncillos a toda prisa. A mí solo me dio tiempo a dejarla con sus enormes pechos al aire, subirle la falda y apartarle un poco las bragas antes de que ella me cogiera la polla y se la metiera bien a fondo en su mojadísimo coño. Al notar mi polla dentro, soltó un grito mientras yo me estremecía de placer.
– Por fin, ya estoy dentro. No sabes las ganas que tenía de sentir mi polla dentro de ti.
– Pues las ganas que tenía yo ni te las imaginas. Más rápido, más, ¡síííííííííííí!.
Aceleré el ritmo y gritó como una loca.
– ¡Sí! ¡Sí! ¡Más! ¡Más!. No pares cabrón.
En ese momento me sentí como John Holmes fornicando con una de sus actrices más guarras. La situación era digna de una película porno. Se movía como una auténtica ninfómana. Me cogía del culo para que se la metiera con más fuerza, notaba que me iba a correr ya. La excitación y el calentón acumulado durante toda la noche con los toqueteos estaban causando estragos en mí. Tenía que pensar en algo ajeno al momento para retardar mi eyaculación.
Pensé en Alfredo entrando en su despacho y pillándonos follando encima de su mesa, se me escapó la risa.
– ¿De que te ríes, qué te hace gracia? No te desconcentres y fóllame como haces con las otras guarras. No pares, que estoy a punto de correrme.
Le hice caso y, para que se pudiera correr antes que yo, pensé en cuando era más joven y me paraba la policía para pedirme la documentación. Lo hacían cada noche, el comisario Gutiérrez estaba hasta los huevos de verme cada noche en la comisaría del Sur en la Plaza España. “Qué tiempos aquellos”, pensé.
– ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!. ¡Ya! ¡Ya! ¡Ya! ¡Ya!
Hizo que me olvidase del comisario Gutiérrez y me centrara en lo que estaba haciendo. Embestí con más fuerza y pude ver cómo se corría. Me dejó las nalgas del culo llenas de arañazos que no se me fueron en una semana. Golpeaba la mesa con la cabeza, mientras nombraba todo el santoral romano.
– ¡Qué bien, cabronazo! Que bien me follas. Me encanta.
Me cogió la cabeza y me la puso entre sus dos tetas. Por fin estaba donde quería estar: Entre sus tetas, imaginándome que eran dos melones maduros. Le mordí los pezones con suavidad y apoyé la cabeza en ellas un buen rato, mientras ella jadeaba y suspiraba.
– Ven, que haré que te corras en mi cara y en mis tetas. No quiero que te quedes así, la tienes muy dura.
El truco de pensar en otra cosa me fue muy bien, tanto que preferí esperar a correrme en el próximo polvo.
– Prefiero esperar, Samanta. Quiero fumarme un cigarro.
– Yo también. ¿Vamos al balcón?
Desde el balcón se veía buena parte de la Plaza Cataluña y de Las Ramblas. Nos sentamos a fumar totalmente exhaustos, desde abajo no nos veía nadie y desde los balcones cercanos tampoco, todo eran oficinas y empresas. Nos fumamos un cigarro y nos abrazamos. Hacía un poco de frío. Tenía los pezones duros como dos cerezas, se los cogí y jugué con ellos.
– Vamos a ver si el jefe tiene algo de beber en el despacho, y no hagas eso que me estoy mojando otra vez.
Volvimos a entrar en el despacho. Mientras ella buscaba alguna botella, me desnudé del todo y me tumbe en el sofá. Vino con dos vasos de whisky con hielo y se sentó conmigo. Mientras bebía me acariciaba la polla; yo bebía y le tocaba las tetas. Se levantó y se desnudó del todo. Por fin la vi totalmente desnuda por primera vez de pie frente a mí. Estaba mucho más buena de lo que parecía vestida y eso que siempre vestía de manera muy sexy. Tenía un cuerpo perfecto; las proporciones justas para que sus pechos no destacaran más de lo normal teniendo en cuenta su enorme tamaño.
Se arrodilló y me cogió la polla.
– Por fin. No sabes la cantidad de veces que he soñado con este momento. Te la voy a chupar y te vas a morir de placer.
Se la metió en la boca y noté como si la metiera dentro de un bote de mermelada, calentita y húmeda.
Cuando llevaba un rato la hice parar.
– Ya me la chuparás, y ya me correré en tu boca y en tus tetas en otro momento. Lo que quiero ahora es que me folles.
Se puso encima de mí y se metió mi polla bien adentro. Estaba mojada como una perra. Se movía de manera brusca haciendo que sus tetas votaran, se las paré con las manos y se las apreté acompañándola en sus movimientos. Arriba, abajo, arriba, abajo. Le solté las tetas y la agarré por la cadera. Estaba a punto de correrme, embestía como un salvaje y chillaba como un loco. La mezcla de sensación de peligro con el alcohol de toda la noche hacía que me comportara como un animal.
– ¡Me corro, me corro!
– Sí, mi amor. Córrete dentro de mí. Quiero notar tu caliente semen en mi coño.
Le inundé el coño de semen mientras me estremecía de placer y notaba como la energía se me escapaba del cuerpo, me estaba vaciando. No entendía lo que me estaba pasando. Después de correrme, me quedé muy quieto; ni reaccionaba ni podía moverme.
Era una extraña sensación que nunca supe a qué fue debida, igual fue el alcohol o quizás el cansancio.
– Descansa, cariño. Yo voy a fumar al balcón, a que me dé el aire un rato. Eres un animal, cielo. Necesito un descanso.
Casi me quedé dormido. Oí la voz de Samanta que me llamaba pero no le hice caso. Vino corriendo al despacho.
– Corre, Max. Coge una cámara del estudio y un buen objetivo. Corre y ven al balcón.
Me vestí rápido y fui a buscar la cámara. Corrí hacia el balcón y vi a Samanta agazapada detrás de una jardinera.
– ¿Qué coño pasa? Me has asustado, ¿qué te pasa?
– Calla y escóndete aquí, que no te vean. Mira las ventanas del Banco Central.
Cogí la cámara y enfoqué donde me dijo Samanta. Vi a una serie de encapuchados apuntando con sus armas a los empleados y a los clientes. Empecé a disparar como un loco. Era un atraco de los gordos. Miré el reloj: Las nueve y diez minutos de la mañana.
Las Ramblas seguían con su actividad normal. Los quioscos llenos de periódicos que eran ojeados por los paseantes matutinos. Llegaba a mis oídos el inconfundible sonido del vapor de las cafeteras calentando el cazo de leche para los desayunos de las cafeterías cercanas. Señoras que iban al mercado de la Boquería para hacer las compras del sábado y los típicos jubilados que se agrupaban para hablar de política, toros o fútbol cerca de la fuente de Canaletes. Parecía que la ciudad continuaba con su ritmo de vida habitual, ajena a lo que acontecía en el interior del banco.
Hice unas cuantas fotos de personas pasando por delante de las ventanas del banco ignorando lo que estaba pasando dentro. Familias felices que se disponían a pasar el día disfrutando de un soleado sábado de mayo en la Ciudad Condal.
Los fines de semana solían venir de los pueblos de los alrededores para disfrutar de lo que Barcelona les ofrecía: Las paradas de flores y de pajaritos, el mercado de la Boquería, y un gran paseo que les llevaba desde el tren hasta el mar. Allí les compraban a sus hijos una bolsa de pipas y se sentaban a mirar los barcos.
Algunos compraban el abono familiar para montarse en las “Golondrinas”, esos barquitos de dos plantas que navegaban entre los barcos del puerto y te llevaban desde el Portal de la Paz al Rompeolas. Una vez allí, les compraban a sus hijos una caña de pescar con un cangrejo de plástico atado al final del hilo. Los niños jugaban a pescar mientras sus padres hacían el vermut en el restaurante Porta Coeli. Parecía un día normal de primavera para ellos. Para mí, solo era el comienzo de una larguísima jornada laboral improvisada.
Llevaba sin dormir casi veinticuatro horas y aún me duraba la borrachera pero saqué fuerzas de flaqueza y me puse manos a la obra. Un acontecimiento así no se me plantaba delante de la cámara todos los días. Por el visor de la cámara vi, que a punta de pistola iban agrupando a los clientes y a los empleados del banco en una esquina de la primera planta. Empezaron a llegar los primeros coches de Policía. Los asaltantes los recibieron con disparos al aire. Los policías se ponían a cubierto mientras los atracadores se atrincheraban en el banco con trescientos rehenes. La calle comenzó a sumirse en el caos.
– Max, esto tiene muy mala pinta. No pierdas detalle que esto puede acabar muy mal. Voy a llamar al jefe para que venga.
– Sí, llámalo. Seguro que somos los primeros en cubrir la noticia.
Estaba convencido de que era el primer reportero gráfico que estaba en la zona. Si no llego a atacar a Samanta en el despacho del jefe, ahora estaríamos en mi casa perdiéndonos lo que parecía iba a ser la noticia del año, a parte claro está, del asalto de Tejero al Congreso de los Diputados.
– Dice el jefe que viene hacia aquí. Le he dicho que estás desde el principio del atraco haciendo buenas fotos y que desde aquí casi se ve todo el edificio del banco. Dice que no pierdas detalle y no repares en carretes; que gastes mil si hace falta.
– ¿No te ha preguntado qué hacemos los dos aquí a estas horas?
– No, pero cuando llegue seguro que lo hace. Espero que no se enfade. Ya he puesto en orden su despacho. No se nota que hemos estado en él.
Alfredo llegó a la redacción en veinte minutos y lo primero que hizo fue venir al balcón para ver qué pasaba.
– Hola, Max. ¿Qué tal va el asunto? Tiene mala pinta, ¿no?
– Malísima, Alfredo. He podido contar unos trescientos rehenes más o menos.
– Eso son muchos rehenes. Puede haber una carnicería allí dentro, no pierdas detalle. Estás en la mejor posición para sacar un buen reportaje. Dudo que otros medios tengan tan buena vista del interior del banco. Además, por lo que me ha dicho Samanta, estás desde el principio del atraco. Voy a llamar a un par de redactores para que cubran la noticia ¿Necesitas algo?
– Sí, acércame un trípode y otra cámara con un trescientos y que alguien me suba un par de bocadillos, unos cuantos refrescos y un paquete de tabaco. Esto va para largo, me parece a mí.
No paraban de llegar coches patrulla de la Policía Nacional, de la Guardia Urbana y de la Guardia Civil. Estaban acordonando la zona para que ningún curioso molestase en el despliegue. Hacía varias horas que los atracadores estaban dentro del banco sin hacer ningún comunicado y la Policía empezaba a ponerse nerviosa.
– Sam, dile a Alfredo que traiga la radio. Tenemos que oír lo que dice la Policía para adelantarnos a los acontecimientos.
Llegaron tres redactores y se apostaron a cubierto junto a mí.
– ¿Qué tal va el asunto, Max?
– La cosa pinta muy mal ¿Qué se comenta por la calle?
– Hay mucha confusión y muchos rumores disparatados. Se comenta desde que es un comando terrorista hasta que es un grupo de guardias civiles camuflados para pedir la libertad de los golpistas del 23F. No sé qué creer, parece que nadie lo tiene claro, ni siquiera la policía. He contactado con un comisario amigo mío y dice que los atracadores aún no se han puesto en contacto con ellos. Nadie sabe nada a ciencia cierta, solo toca esperar.
Alfredo me iba poniendo al día, me trajo otra radio, esta vez era una de onda media para que siguiera las noticias de las emisoras. Radio Miramar estaba unos metros más abajo en Las Ramblas, y seguro que tenían noticias frescas. No se hablaba de otra cosa en todas las emisoras, tanto en las de Barcelona como en las de Madrid. Las de Barcelona daban noticias del despliegue policial, las de Madrid, como siempre, hablaban de complots gubernamentales o militares. Daban por hecho que los asaltantes eran miembros de la Guardia Civil.
Algunos aseguraban que el director general de la Guardia Civil, el general Aramburu Topete, famoso por su intervención en el asalto al Congreso de los Diputados, se dirigía en helicóptero a Barcelona para llamar al orden a los asaltantes y para que estos entregasen las armas y se rindieran a la Policía. Parecía la hipótesis mas aceptada por todo el mundo y la que más asustaba a la población. Apenas habían pasado tres meses desde el intento de golpe de estado y los ánimos estaban muy alterados.
Llevábamos catorce horas de guardia sin quitar el ojo del banco y los alrededores. Eran las once de la noche y la situación no mejoraba. Varios helicópteros del Ejército sobrevolaban la zona. El destello de las señales luminosas de los coches de policía y las ambulancias dañaba la vista, sobre todo a mí que llevaba sin dormir más de treinta horas.
Pude contar hasta diez asaltantes, ya los había fotografiado a casi todos, hacía horas que se habían quitado los pasamontañas. Desde luego no tenían ninguna pinta de Guardia Civiles, más bien parecían chorizos de poca monta, tenían cara de delincuentes comunes, de esos que te los cruzas por la calle y cambias de acera.
Las emisoras de radio seguían dando noticias absurdas. Radio Barcelona llegó a decir que la sexta flota de los Estados Unidos, que estaba en ese momento anclada en el puerto, iba a intervenir en el asalto por si era el comienzo de otro golpe de estado. Yo tenía bien claro que solo eran unos chorizos a los que el atraco se les había ido de las manos.
– Sam, ¿qué tal estás?
– Pues muerta de sueño, guapo.
– Yo también. No se si podré aguantar toda la noche aquí, mucho me temo que estarán toda lo noche dentro y que nadie hará nada hasta mañana.
– ¿Quieres que llame a otro fotógrafo y tú te vas a casa a dormir?
– ¡Ni de coña!, ni se te ocurra llamar a nadie. La exclusiva es mía. Llevo muchas horas aquí. No quiero que nadie se cuelgue ninguna medalla a mi costa.
Alfredo se acercó a mi posición y me dijo que me echase a dormir un rato en el sofá de su despacho, que si había alguna novedad me despertaría. Le hice caso y me eché a dormir un par de horas. Noté la mano de Samanta acariciándome el pelo.
– Duerme, cariño. Verás como mañana se soluciona todo y nos vamos todos a casa. Cerré los ojos y me dormí en dos segundos.
Me despertaron unas manos femeninas que me acariciaban y unos suaves labios besándome en la mejilla. No sabía dónde estaba, no me ubicaba. Últimamente casi no dormía en mi cama y mi sentido de la orientación me fallaba al despertar. Reconocí la voz de Samanta y caí de golpe en la realidad, seguía en la redacción y aún no habían soltado a los rehenes.
– Buenos días, cielo. ¿Que tal has dormido?
– Buenos días, Sam ¡¿Buenos días?! ¿Qué hora es?
Miré el reloj de la pared: Las seis de la mañana del domingo veinticuatro de mayo y seguía allí. Parecía que el tiempo se había detenido.
Me levanté y fui al baño a refrescarme un poco. Al salir, vi a Samanta sentada en su mesa.
– ¿Has dormido algo, Sam?
– Sí, cielo. He dormido cuatro horas. Estoy bien. Ahora nos suben unos cafés y algo para comer.
– Eres la mejor, lo sabes, ¿no?
– En el trabajo sé que soy la mejor pero en la cama no lo tengo tan claro Tú, ¿qué opinas?
– Eres la mejor con diferencia en el sofá y en el escritorio del jefe, pero en la cama aún no lo sé.
– Pues tendremos que averiguarlo algún día, guapo.
– Eso está hecho, tú no te me escapas viva, jamelga. Quiero que un día vengas a mi casa. Quiero follar contigo en mi cama sin atracadores tocándonos los cojones.
– Cuando todo esto acabe me invitas a cenar en tu casa, y nada de copas, que nos ponemos muy ciegos. Quiero estar consciente y sentir con claridad todo lo que hacemos. Creo que nos lo merecemos los dos.
– Cierto, guapa. Pero ahora lo que más nos merecemos los dos es dormir durante veinte horas seguidas.
Llegó el camarero de la cafetería que había debajo de la redacción con una gran bandeja llena de pastas, bocadillos y un gran termo de café. Lo dejó en la mesa de reuniones y nos sentamos a desayunar los seis únicos empleados que estábamos al pie del cañón.
– ¿Qué tal todo, chicos?, ¿alguna novedad?
– Ninguna, Max. Ahora viene el jefe y a ver qué propone que esto no está nada animado.
Alfredo entró en la sala de reuniones, cogió un donuts y un café y se sentó con nosotros.
– Veréis, muchachos. Según la radio de la Policía, está en camino un escáner de última generación. Tecnología punta militar para rastrear todas las frecuencias de la zona; están casi convencidos de que son de la Guardia Civil y quieren saber si están en contacto con algún mando del exterior del banco. Parece ser que ayer encontraron una nota en la cabina de teléfono de aquí enfrente, creen que la dejaron los asaltantes antes de entrar en el banco.
En la nota exigen la libertad de los golpistas del 23F bajo la amenaza de empezar a matar a los rehenes, si no les hacen caso. No tienen claro si la nota la han dejado los atracadores o algún gracioso que ha querido gastar una broma pesada. Los helicópteros no paran de sobrevolar la zona y hay treinta ambulancias preparadas por si ocurre lo que todos se temen. Propongo que vosotros dos bajéis a la calle para ver si os enteráis de algo que no digan por la radio. Samanta, tú sigue en tu puesto atendiendo las llamadas. Tú te quedarás escuchando las dos radios: la de la Policía y la de onda media. Y tú, Max, ya sabes, al balcón a vigilar si hay algún movimiento en el interior del banco. Siguen las dos radios ahí para que te guíes un poco, son tan burros que tienen informados a los atracadores de todos los movimientos de la Policía.
Terminamos de desayunar y cada uno se fue a ocupar su puesto. Era la primera vez que veía a Alfredo dirigir algo. Mi opinión sobre él cambió aquella noche, era un tipo muy competente y resolutivo; sabía lo que se hacía. Era perro viejo per seguía pensando que era un tacaño. Esperaba al terminar todo esto, viese el resultado de mi trabajo y me valorase más, a ver si así me pagaba mejor el maldito explotador.
Me senté en el balcón y miré por el visor de la cámara que tenía en el trípode, hice un barrido por todas las ventanas del banco. No había movimiento, solo vi a dos de los atracadores patrullando por las plantas superiores, uno de ellos llevaba un fusil de asalto, era un CETME lo reconocí enseguida.
Alfredo se sentó a mi lado.
– Tengo una duda, Max.
– Dime, Alfredo, ¿qué te está rondando por la cabeza?
– Me gustaría saber qué coño hacías tú ayer aquí a las nueve de la mañana.
– Vine a acompañar a Samanta que se había dejado una cosa.
– Así que os veis fuera del trabajo. Me lo temía. Demasiado tonteáis siempre los dos. Madrugasteis mucho o veníais de fiesta. Seguro que te la has cepillado.
– Alfredo, no seas mal pensado. Samanta es una buena chica y yo la respeto.
– Y una polla que te comas, Max. ¿Me has tomado por tonto o te crees que soy gilipollas? Sé que eres un golfo que se cepilla cualquier cosa que pese más de cuarenta kilos y Samanta es un pedazo de mujer. A mí no me engañas, te la has pasado por la piedra, ¿verdad?
– Sí, Alfredo, me la he cepillado ¿Ya estás contento?
– Lo sabía. Eres un crack muchacho. Que yo sepa, eres el único de la oficina que ha sacado algo en claro de Samanta. Y dime, ¿folla bien? Con ese pedazo de tetas y ese culo que tiene, seguro que si.
– Pero, serás guarro, Alfredo. Que es tu secretaria, coño. Qué maneras son esas de hablar de tus empleados.
– Tienes razón muchacho. La falta de sueño hace que sea demasiado sincero. Pero ¿folla bien o no folla bien?
– Vete al peo hombre. Esas cosas no se preguntan.
Se metió para dentro riendo a carcajada limpia. Era la primera vez que lo veía comportarse de tal manera. Parecía ser que el trabajo duro hacía que se volviese más humano y menos tirano.
Al rato se me acercó Samanta.
– ¿Que tal semental? Ahora te tengo más ganas que antes ¿Quieres que te la chupe aquí mismo?
– Déjate de bromas, Sam. Que me pones cachondo y no respondo.
– Alfredo me mira de una manera extraña. Creo que se huele algo.
– No hagas caso, Sam. Ya sabes cómo es: Un tirano tacaño y mal pensado.
– Seguro que lo sabe.
– Mujer, tonto no es. Siempre nos ve tonteando y sabe que estábamos aquí los dos solos, así que tú verás…
– Que vergüenza. Ahora pensará que soy una fresca.
– Ahora pensará que eres una fresca y te acosará por los pasillos.
– No digas eso ni en broma, Max. ¿Ahora qué hago?
– No tienes que hacer nada. Ya he hablado yo con él y se lo he contado todo. No está enfadado, solo tiene curiosidad.
– La curiosidad que tiene este es por mis tetas, que desde que ha llegado no deja de mirármelas.
– Normal, Sam. Cualquier hombre que no tenga problemas de visión solo puede mirarte las tetas, las tienes grandes y muy apetecibles. Y porque ahora no puedo salir de aquí, sino te metía en el lavabo y te echaba un polvo que se iba a cagar la perra, pedazo de jamelga, que me pones muy cachondo. Me pones como un gorila en celo.
– Joder, como estáis todos de salidos hoy.
Entró en la oficina y observé sus movimientos. Estaba sexy a rabiar con la ropa de hacia dos días y toda despeinada. No me extrañaba que el jefe la mirase con ganas de comérsela. Cualquiera en su sano juicio lo haría.
La calle parecía tranquila. La Policía seguía resguardada tras los coches patrulla, algunos apuntaban con sus armas a la puerta del banco. Subí el volumen de las dos radios para ver si decían algo. Parecía que esperaban la salida de alguien.
La radio de la Policía era un caos y la de onda media hablaba del caso pero sin informar de los movimientos de la Policía. Vi unos cuantos agentes del cuerpo de Operaciones Especiales apostados en el edificio de al lado del banco y algún francotirador en los edificios cercanos. Era raro que las emisoras no informaran de la llegada de los GEOS, me extrañó. Desde que empezó el atraco informaban de todos los movimientos de la Policía y los atracadores se apostaban en los puntos por donde se desplegaban, seguían sus movimientos por alguna radio del banco.
Samanta se sentó a mi lado.
– Han llamado del Departamento de la Presidencia de la Generalitat. Nos han prohibido, a todos los medios de comunicación, informar sobre los movimientos de la Policía. Dicen que los atracadores siguen a través de la radio todo lo que hacen y se adelantan a cualquier acción, el mismo presidente Pujol firma una nota que nos ha llegado a todos.
– Por fin alguien pone un poco de cordura en todo este despropósito, ya era hora. Esto empezaba a parecer una opereta de lo más cutre.
– ¿Has visto a esos francotiradores, Max?
– Sí, hace rato que los controlo. Parece que actuarán en breve. La cosa se está poniendo muy fea.
– Ten cuidado. Que no te confundan con uno de ellos y tengamos un disgusto.
– Tienes razón. Mira a ver si encuentras alguna camisa blanca o algo que me diferencie de ellos.
Al rato apareció con una camisa blanca; por lo visto Alfredo tenía unas cuantas, por si tenía que adecentarse rápido ante la visita inesperada de alguna personalidad a la redacción.
Me quité la camiseta y Samanta me puso la camisa aprovechando para sobarme un poco.
– No sigas por ahí, Sam. Que me estoy empalmando.
– Sí, lo he notado. Podríamos ir al lavabo y echar un polvo rápido. Yo estoy muy cachonda.
– No es el momento pero otro día te meto en el baño y te doy lo tuyo; que te veo muy suelta. Me parece que a partir de ahora lo nuestro va a ser complicado aquí dentro.
Llegó un vehículo del ejército con un gran despliegue de medios.
– Max, seguro que traen el escáner. A ver la que lían ahora estos descerebrados, – dijo Alfredo –.
Llevaban varias horas intentando que aquello funcionara, se notaba que no le encontraban ni la varilla del aceite. Lo noté por cómo los técnicos se rascaban la cabeza mientras los militares hacían aspavientos y maldecían. Enfoqué con el zoom y vi como uno de los técnicos abría un compartimento del aparato, parecía la fuente de alimentación y funcionaba a pilas; pude ver los muelles que presionan las pilas, no había ni una. Tecnología punta militar a pilas. Este ejército no evoluciona ni a patadas, malditos chusqueros franquistas. – Pensé –.
Por la radio de la Policía escuché cómo preguntaban si alguien sabía dónde comprar pilas. Era domingo y todas las tiendas de electricidad estaban cerradas. No daba crédito a lo que estaba viendo, menuda chapuza.
– Alfredo, estos no son capaces ni de cambiar una bombilla. ¡Qué desastre!.
– Así va el país, Max. Tenemos un ejército tercermundista, mas valdría que acabaran con él de una vez y todo eso que nos ahorraríamos. Solo sirve para asustar y oprimir a la población. Me gustaría verlos actuar ante un ataque externo, son todos unos inútiles.
A las dos horas, llegó un policía con una bolsa llena de pilas. Los técnicos pusieron en marcha el aparato y la radio de la Policía dejó de emitir. Ahora no oía lo que decían y, por lo visto, ellos tampoco, no se podían comunicar entre ellos. Parecía ser que el escáner interfería en la frecuencia de la Policía, ahora estaban incomunicados. Me descojonaba de la risa, no me lo podía creer.
Vi correr a un alto mando de la Policía hacia una cabina telefónica. Por lo visto la única manera de comunicarse entre ellos mientras funcionaba el escáner era telefónicamente. Otro policía corría hacia la cabina, el mando le dio un billete de mil pesetas y lo envió a por cambio a un quiosco de periódicos. Los que estábamos en el balcón no parábamos de reír. Parecía la escena de una película de los Hermanos Marx o de Cantinflas. Estaban ofreciéndonos un espectáculo de lo más penoso.
Esta era la España moderna que nos querían vender los políticos. Las ganas de cambiar las cosas en el gobierno existían, pero la estructura del estado seguía siendo la misma que cuando Franco estaba vivo. No engañaban a nadie.
Vimos como la Policía se acercaba a la puerta del banco poniéndose a cubierto detrás del quiosco de periódicos. Parecía que algo estaba a punto de suceder. De repente, se abrió la puerta y empezaron a salir corriendo algunos rehenes. Tropezaban entre ellos, algunos caían al suelo, otros se tiraban asustados y levantaban las manos. Parecían más asustados por los policías que les apuntaba que por los atracadores. No era para menos ante tal despliegue. Unos se quedaron a cubierto detrás del quiosco y de la parada de metro mientras otros corrían Ramblas abajo como alma que lleva el diablo.
Seguro que algún atracador aprovechó la confusión para poner tierra por medio.
A las dos horas llegó una tanqueta de la Guardia Civil, de las que usaban en el País Vasco para repartir estopa; los asaltantes la recibieron a tiros y el vehículo quedo inutilizado. Otro despropósito de nuestras Fuerzas de Seguridad del Estado. Los atracadores hicieron un alto el fuego mientras la grúa del Servicio Municipal retiraba la tanqueta de la calle.
Se estaban retratando delante de todo el país y yo era el que fotografiaba los hechos para que se enterara todo el mundo de su ineficacia. Me estaba divirtiendo con todo aquel desastre, por lo menos no pensaba en el sueño que tenía. Llevaba treinta y seis horas en la redacción y buena parte de ellas en el balcón haciendo fotos como un loco. Cada vez que cambiaba un carrete a la cámara, un fotógrafo que habían llamado para echarme una mano, los iba revelando. Las fotos eran espectaculares.
– Buen trabajo, Max. Este material es único. Ya te dije que seríamos los que sacaríamos mejor tajada del tema. Venderemos revistas como churros.
– Pues a ver si me pagas mejor, tacaño de los cojones.
– Ya hablaremos del tema. Ahora sí me has demostrado que te mereces más dinero por lo que haces. Te vas a hacer famoso, muchacho, y nosotros nos vamos a forrar.
Llevaban muchas horas reteniendo a los rehenes. Aquello tenía que terminar ya, la situación no podía alargarse más. La ciudad y el país estaban paralizados, tenían que poner fin de una vez por todas a todo aquel cúmulo de despropósitos.
Treinta y siete horas de guardia. Ya no sabía muy bien lo que hacía, el cansancio y el sueño se apoderaban de mí. “O pasa algo o me duermo en esta puta silla”, dije chillando.
Vi movimiento en la azotea del banco, enfoqué y me puse a disparar una exposición por segundo. Mientras, mi ayudante iba cambiando los carretes de las cámaras.
Eran los GEOS que pasaban a la acción. No les importaba que aquello acabara en una carnicería con tal de dejar de hacer el ridículo. Se oyeron disparos y pude ver como entraban en el banco por los pisos superiores. Vi como un atracador caía abatido por los disparos de la Policía.
– Menudo material de primera, – le dije a mi ayudante que permanecía con los ojos como platos mirando al banco mientras de forma mecánica cambiaba los carretes de las cámaras.
No pasaron ni cinco minutos desde que entraron los GEOS en el banco hasta que se abrieron las puertas que daban a la calle. Empezaron a salir los rehenes, uno estaba herido en la pierna a causa del tiroteo que se produjo en el interior.
– Bien, Max. Cuando termine tu ayudante de revelar las fotos, entra y que se quede él de guardia. Ahora lo gordo ya ha pasado.
– Gracias, Alfredo. Por fin todo ha salido bien. De milagro, pero bien.
Fui hacia la sala de reuniones, había más gente. Los habían llamado para ponerse manos a la obra, tenía que salir una edición especial y había mucho por hacer.
Mis fotos estaban desparramadas por toda la mesa; me senté con ellos y me felicitaron.
Alfredo se acercó a mí y cogiéndome de los hombros dijo:
– Se ha portado como un campeón, os lo puedo asegurar. El material es buenísimo. Ahora solo falta que vosotros estéis a la altura de las fotos sacando una buena edición especial a la calle. Manos a la obra pues, no perdamos tiempo. Max, tú ya puedes marcharte a descansar a casa, ahora el trabajo es nuestro.
– Gracias, Alfredo.
– Tú descansa y duerme todo lo que haga falta. Descuelga el teléfono y, cuando estés en condiciones, me llamas.
Salí de la redacción tan hecho polvo que me pillé un taxi para volver a casa. Llegué a mi calle y vi a Neus que salía de su portal, me vio y se acercó a mí.
– ¿Qué te ha pasado, Max? Te veo fatal.
– Vengo de trabajar. Llevo muchas horas sin dormir ¿No te has enterado del atraco al Banco Central?
– Sí, estaba flipando, ¿has estado allí?
– Sí, me lo he comido todo de principio a fin.
– ¿Necesitas algo? ¿Has cenado?, ¿quieres que te haga algo?
– Neus no quiero abusar de ti, mejor me voy a casa a dormir.
– Tranquilo, Max. No es abusar. Mira, tú sube a casa y métete en la ducha. Te subo algo de comer y después te acuestas a dormir.
Obedecí como un perrito. No tenía fuerza de voluntad, el cansancio era tal que no podía ni decir que no. Subí las escaleras, entré en casa y me desnudé dejando toda la ropa tirada por el suelo de la sala. Dejé la puerta abierta para que Neus no llamara al timbre. Cuando salí de la ducha, vi a Neus recogiendo mi ropa y metiéndola en la lavadora.
– Siéntate. Te he comprado un bocadillo, te sentará bien.
Me lo comí mientras ella me hablaba. Yo no podía articular palabra.
– Venga, Max. Métete en la cama que te hago un masaje relajante. Te dormirás en un minuto.
Me dormí en treinta segundos.